El placer de la honestidad – Acto III

In Italiano – Il piacere dell’onestà

Introducción
Personajes, Notas per la Rapresentatión, Acto Primero
Acto Segundo

Acto Tercero

El placer de la honestidad – Acto III
Erica Blanc, Alberto Lionello, Il piacere dell’onestà, 1982. Fotogramma RAI.

El placer de la honestidad
Acto Tercero

El estudio de Baldovino. Ricamente amueblado, con sobria elegancia. Puerta al fondo. Puerta lateral a la derecha.Baldovino, vestido con el mismo traje que llevaba en el primer acto, está sentado, hosco y duro, con los dos codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos, mirando al suelo. Doña Magdalena le habla con ansiedad, junto a él.

Magdalena: ¡Pero debería usted comprender que no tiene usted derecho a hacer eso! ¡Ya no se trata de usted, ni de él; ni siquiera de ella; sino del niño, del niño!

Baldovino: (Levantando la cabeza para mirarla ferozmente) ¿Y qué quiere usted que me importe a mí el niño?

Magdalena: (Aterrada; pero conteniéndose) ¡Dios mío, es verdad! ¡Pero le recuerdo lo que usted mismo decía, por el niño, precisamente: el daño que se le acarrearía! ¡Santas palabras que se han grabado en el corazón de mi hija, y que ahora – debería usted comprenderlo – se lo hacen sangrar; ahora que ella ya no es más que madre, madre solamente!

Baldovino: ¡Ahora ya, señora, yo no comprendo nada!

Magdalena: ¡No es verdad! ¡Se lo hizo usted notar a él, usted mismo, ayer tarde!

Baldovino: ¿El qué?

Magdalena: ¡Que no debería haberlo hecho por el niño!

Baldovino: ¿Yo? ¡No, señora, no! A mí no me importa nada que el señor marqués lo haya hecho. Yo sabía muy bien que lo haría.

(La mira, con más aburrimiento que desprecio) ¡Y usted también lo sabía, señora!

Magdalena: ¡Yo, no! ¡Yo, no, se lo juro!

Baldovino: ¡Cómo que no! ¿Para qué constituyó esa Sociedad Anónima, entonces?

Magdalena: Porque… Yo creo que para darle a usted una ocupación…

Baldovino: ¡Ya:, y alejarme de casa…! Sin duda, en principio, solamente para eso: porque sabía que, teniendo más libertad aquí, mientras yo estuviera ocupado en otra parte, su hija de usted…

Magdalena: (Rápida, interrumpiendo) ¡…No! ¡Águeda, no! Él, sí, ciertamente lo haría por eso. Pero puedo asegurarle que Águeda…

Baldovino: (Levantando los brazos, estañando) ¡Pero, caramba!, ¿tan ciega está usted también? ¿Puede usted darme esa seguridad… a mí?

Magdalena: Es la verdad…

Baldovino: ¿Y no la horroriza a usted?

(Pausa) ¿No comprende usted que eso quiere decir que yo debo marcharme, y que usted, en vez de venir aquí a verme a mí, debería estar junto a su hija, persuadiéndola de que conviene que yo me vaya?

Magdalena: ¿Pero cómo, Dios mío, cómo?

Baldovino: ¡No importa cómo! ¡Lo que importa es que yo me vaya!

Magdalena: ¡No, no, se lo impedirá ella!

Baldovino: ¡Por caridad, señora, no me haga usted perder la cabeza a mí también! ¡No me quite usted las fuerzas que todavía me quedan, para ver las consecuencias de lo que los demás hacen ciegamente! Ciegamente, pero no por falta de inteligencia, sino porque cuando uno vive, vive y no se ve. Veo yo, porque entré aquí para no vivir. ¿Quiere usted hacerme vivir a la fuerza? ¡Tenga usted cuidado, porque si la vida vuelve a cogerme y me ciega a mí también…!

(Se interrumpe, dominando con dificultad la irrupción de su humanidad que, cada vez que amenaza, le da un aspecto casi feroz; y continúa después tranquilo, casi frío) Mire usted…, mire usted… Yo solamente he querido hacer notar al señor marqués la consecuencia de lo que ha hecho; es decir, que al querer hacer pasar por ladrón a un hombre honrado – no yo, honrado, ¿comprende?; sino el hombre honrado que él quiso tener aquí, y que yo me presté a representar, para demostrarle su ceguera -, al querer hacerlo pasar por ladrón, era preciso que el dinero lo robara él.

Magdalena: Pero ¿cómo quiere usted que lo robe él?

Baldovino: Para hacerme pasar a mí por ladrón.

Magdalena: ¡Pero él no puede! ¡No debe!

Baldovino: ¡Él lo robará, se lo digo yo! Fingirá haberlo robado; si no, lo robaré yo de verdad. ¿Quiere usted obligarme a robarlo?

Por la derecha entra Mauricio, consternado. Baldovino, apenas lo ve entrar, suelta una gran carcajada.

Baldovino: ¡Ja, ja, ja! ¿Vienes a rogarme tú también «que no cometa esa locura»?

Magdalena: (Rápida, a Mauricio) ¡SÍ, sí, por caridad, Setti, persuádalo usted!

Mauricio: ¡Esté usted tranquila, que no la cometerá! ¡Porque sabe bien que es una locura; no suya, sino de Fabio!

Baldovino: ¿Te ha empujado él para que acudas rápidamente a repararla?

Mauricio: ¡No, no! Yo estoy aquí porque tú mismo me has escrito que viniera.

Baldovino: ¡Ah, ya! ¿Y me has traído las cien liras que te pedía prestadas?

Mauricio: ¡No te he traído nada!

Baldovino: ¿Porque has comprendido – hombre ingenioso – que todo era fingido? ¡Muy bien!

(Se toca con las manos la chaqueta, y:) ¡Pero ya ves que estoy vestido para marcharme – como te decía en mi carta – con el mismo traje con que llegué! A un hombre honrado vestido así, ¿eh?, sólo le faltan las cien liras prestadas por un proverbial amigo de la infancia, para irse decentemente.

(En un arranque imprevisto, acercándose y colocándole una mano en cada brazo) ¡Mira que me interesa mucho esta ficción!

Mauricio: (Confuso) ¿Pero qué diablos dices?

Baldovino: (Volviéndose a mirar a Doña Magdalena y riendo de nuevo) Esta pobre señora mira con tantos ojos…

(Amablemente, ambiguo:) Ahora le explicaré, señora… Conque, mire usted, el error del señor marqués, señora mía – error excusabilísimo, y digno para mí de la mayor compasión -, ha consistido en creer que yo podía realmente caer en una trampa. El error no es irreparable. El señor marqués se convencerá de que, habiendo entrado yo aquí para una ficción, a la cual me he aficionado, esta ficción tiene que ser seguida hasta el final – hasta el robo, sí señores -, pero no en serio, ¿comprendido?, es decir, que yo tenga que meterme en el bolsillo, de verdad, trescientas mil liras – son más de quinientas mil, señora -. ¡Lo hago todo gratis, incluso el drama necesario de ese robo, por el placer que me ha proporcionado! ¡Y no tema, oh, que lleve a efecto la amenaza que esgrimí únicamente para tener a raya al marqués: de llevarme al niño dentro de tres o cuatro años! ¡Historias! ¿Qué quiere usted que haga yo con el niño? ¿O temen ustedes quizá un chantaje?

Mauricio: ¡Vamos, calla! ¡Aquí nadie ha pensado…!

Baldovino: ¿Y si, por ejemplo, lo hubiera pensado yo?

Mauricio: ¡Te digo que te calles!

Baldovino: No, el chantaje, no… ¡sino llevar la ficción hasta gozar del exquisito placer de verles aquí a todos apurados, suplicándome que no me haga pasar por ladrón, quedándome con un dinero que, sin embargo, con tanta astucia, querían hacerme coger!

Mauricio: ¡Pero si tú no lo has cogido!

Baldovino: ¡Muy bien! ¡Porque quiero que lo coja él, con sus manos!

(Viendo llegar muy alborotado, palidísimo, a Fabio por el umbral de la puerta de la derecha) ¡Y lo cogerá, se lo aseguro yo!

Fabio: (Acercándose tembloroso a Baldovino) ¿Lo cogeré…? ¿Pero es que…? ¡Dios mío…!, ha dejado usted… ¿ha dejado usted las llaves en otras manos?

Baldovino: No, no, señor marqués. ¿Por qué?

Fabio: ¡Dios mío…, Dios mío…! ¿Alguien habrá llegado a saber, por alguna confidencia de Fongi…?

Mauricio: ¿Falta el dinero?

Magdalena: ¡Dios mío!

Baldovino: ¡No, señor marqués: tranquilícese (golpea con una mano en la chaqueta, para indicar el bolsillo interior); lo tengo yo aquí!

Fabio: ¡Ah, lo ha cogido usted!

Baldovino: ¡Ya le he dicho a usted que conmigo no se hacen las cosas a medias!

Fabio: Pero ¿adónde quiere usted llegar?

Baldovino: No tema. Yo sabía que a un caballero como usted le habría repugnado coger ese dinero de la casa, aunque fuera por un momento y por simulación; y en vista de eso, fui a cogerlo yo anoche.

Fabio: ¡Ah!, ¿sí? ¿Y con qué fin?

Baldovino: Para darle a usted ocasión, señor marqués, de realizar el magnífico gesto de la restitución.

Fabio: ¿Todavía se obstina usted en esa locura?

Baldovino: Ya ve usted que lo he cogido realmente. Y si usted no quiere hacer lo que le digo, esto que iba a ser otra ficción, será en serio, lo que usted quería.

Fabio: Quería… ¿Pero no comprende usted que ahora ya no quiero?

Baldovino: ¡Pero ahora quiero yo, señor marqués!

Fabio: ¿Qué es lo que quiere usted?

Baldovino: Precisamente lo que usted quería. ¿No le dijo usted ayer, allí, a la señora (alude a Águeda), que yo tenía el dinero en el bolsillo? Pues bien, ¡lo tengo en el bolsillo!

Fabio: ¡Pero a mí no me tiene usted en el bolsillo, caramba!

Baldovino: ¡A usted, también! ¡A usted, también, señor marqués…! Yo voy ahora a la reunión del Consejo. Tengo que hacer la exposición. Usted no puede impedírmelo. Me callaré, naturalmente, lo de este excedente que el señor Marcos Fongi me había combinado tan bien, y le daré la satisfacción de sorprenderme robando. ¡Ah, y no dude usted que sabré simular maravillosamente el estupor del ladrón cogido in fraganti. Después, aquí, ajustaremos cuentas.

Fabio: ¡Usted no hará eso!

Baldovino: ¡Lo haré, lo haré, señor marqués!

Mauricio: ¡No se puede pasar por ladrón voluntariamente, cuando no se es!

Baldovino: (Firme, amenazando) ¡He dicho que estoy decidido incluso a robar de verdad, si se obstinan ustedes en impedirlo!

Fabio: Pero ¿por qué? ¡Por Dios…!, ¿por qué, si yo mismo le ruego que se quede?

Baldovino: (Sombrío, con gravedad lenta, volviéndose a mirarlo) ¿Y cómo quiere usted, señor marqués, que yo me quede aquí, ahora?

Fabio: Le digo que estoy arrepentido…, arrepentido, sinceramente.

Baldovino: ¿De qué?

Fabio: ¡De lo que he hecho!

Baldovino: ¡Pero no debe usted estar arrepentido de lo que ha hecho, señor mío, porque es naturalísimo, sino de lo que no ha hecho!

Fabio: ¿Y qué debía haber hecho?

Baldovino: ¿Cómo? ¡Haber venido a mí de repente, al cabo de algunos meses, a decirme que si yo cumplía lo pactado – lo cual no me costaba nada – y quería cumplirlo también usted – como era natural – había alguien aquí, por encima de usted y de mí, al cual – como yo mismo le había predicho – la dignidad, la nobleza de alma le habría impedido cumplirlo; y yo, entonces, le habría demostrado a usted en seguida lo absurdo de su pretensión: es decir, que entrara aquí un hombre honrado a representar ese papel!

Fabio: ¡Sí, sí, tiene usted razón! ¡Y, en efecto, al que le guardo rencor es a éste (Mauricio), que me trajo aquí a un hombre como usted!

Baldovino: ¡No, no; pero si él ha hecho muy bien en traerme! ¿Qué quería usted aquí: un honrado mediocre? ¡Como si fuera posible que un mediocre aceptara semejante posición, sin ser un pícaro! ¡Solamente he podido aceptarla yo, que – como ve usted – tampoco tengo inconveniente en hacerme pasar por ladrón!

Mauricio: ¡Pero, cómo! ¿Por qué?

Fabio: (Al mismo tiempo) ¿Así, por gusto?

Mauricio: ¿Quién le obliga? ¡Nadie quiere!

Magdalena: ¡Nadie! ¡Estamos todos aquí, suplicándole!

Baldovino: (A Mauricio) Tú, por amistad…

(A Magdalena) Usted, por el niño…

(A Fabio) Y usted, ¿por qué?

Fabio: También por eso.

Baldovino: (Mirándolo a los ojos, de cerca) ¿Y por qué más?

(Fabio no responde) Yo le diré por qué más: porque ahora ha visto usted el efecto de lo que ha hecho.

(A Magdalena) Señora mía, ¿el buen nombre del niño? ¡Pero si eso es una ilusión!

Este (Mauricio) sabe que con mi pasado… Sí, esta vida mía de ahora…, tan intachable, desde su llegada al mundo, podía hacer olvidar, quizá, tantas cosas tristes…, nocturnas…, de mi otra vida… ¡Pero éste (Fabio) ahora tiene que pensar en otra cosa muy distinta del niño, señora!

(Se dirige también a los otros) ¿No quieren ustedes tenerme en cuenta? ¿Creen ustedes que yo puedo estar aquí, y ser para ustedes como esa lámpara y basta? ¡Yo también tengo mi pobre carne, que grita! ¡Yo también tengo sangre, sangre negra, amargada por todo el veneno de mis recuerdos…, y tengo miedo de que se me encienda! Ayer, ahí, cuando este señor (Fabio) me echó en cara, delante de su noble hija de usted, mi supuesto hurto, caí yo más ciego que él, más ciego que todos, en otra insidia mucho más grave, que, desde hace diez meses, estando aquí, junto a ella, sin atreverme apenas a mirarla, ocultamente me ha tendido ésta mi carne: – se ha servido de su combinación infantil, señor marqués, para hacerme sentir el abismo -. Yo debí callarme, ¿comprende?, tragarme su injuria allí, delante de ella, pasar por ladrón, sí, delante de ella; y luego cogerlo a usted a solas y decirle y demostrarle que no era verdad, y obligarle a usted secretamente a seguir representando la farsa, nosotros dos, hasta el final. Pero no supe callarme. ¡Mi carne gritó! ¡Y usted…, ella…, tú…, tienen todavía valor para decirme que me quede! ¡Yo digo que para castigar como es debido a ésta mi vieja carne, quizá me vea obligado ahora a robar de verdad!

Quedan todos en silencio, mirándolo, asustados.

  Pausa.

  Por la puerta de la derecha, entra Águeda, pálida y decidida. Se para después de haber dado algunos pasos. Baldovino la mira; quisiera esforzarse para resistirla, compuesto y grave; pero en sus ojos se lee casi un desvarío de terror.

Águeda: (A su madre, a Fabio, a Mauricio) Déjenme hablar con él a solas.

Baldovino: (Casi balbuciente, con la vista baja) No…, no…, señora; mire…, yo…

Águeda: Tengo que hablarle.

Baldovino: Es… es inútil, señora… Les he dicho a ellos… todo lo que tenía que decir…

Águeda: Y ahora oirá usted lo que tengo que decirle yo.

Baldovino: No, no…, por caridad… Es inútil, se lo aseguro…, basta…, basta…

Águeda: Quiero yo.

(A los otros) Déjennos solos, por favor.

Doña Magdalena, Fabio y Mauricio se retiran por la derecha.

Águeda: No vengo a decirle que no se marche… Vengo a decirle que me iré yo con usted.

Baldovino: (Tiene otro momento de turbación; apenas se sostiene; luego, dice en voz baja🙂 Comprendo. No quiere usted hablarme del niño. Una mujer como usted no pide sacrificios: los hace.

Águeda: No es ningún sacrificio. Es lo que debo hacer.

Baldovino: ¡No, no, señora: no debe usted hacerlo, ni por él, ni por usted! ¡Y me corresponde a mí impedírselo a toda costa!

Águeda: No puede usted. Soy su esposa ¿Quiere usted marcharse? Es justo. Yo lo apruebo, y lo sigo a usted.

Baldovino: Pero ¿adónde? ¡Vamos, qué dice usted! Tenga usted piedad de sí misma, y de mí…, y no me haga usted hablar… Entiéndalo usted sola, porque yo…, porque yo…, delante de usted no sé…, ya no sé hablar…

Águeda: Ya no son necesarias las palabras. Me bastó desde el primer día lo que dijo usted. Debí entrar y estrecharle la mano.

Baldovino: ¡Ah, si lo hubiera hecho usted, señora! ¡Le juro que esperé…, durante un momento, esperé que lo hiciera…! Quiero decir, que hubiera entrado usted… – no que hubiera podido tocar su mano…—¡Todo hubiera terminado desde ese momento!

Águeda: ¿Se hubiera vuelto usted atrás?

Baldovino: No: me hubiera avergonzado, señora, delante de usted…, como me avergüenzo ahora.

Águeda: ¿De qué? ¿De haber hablado honradamente?

Baldovino: Ah, señora: la honradez era una cosa facilísima, mientras se trataba sólo de guardar una apariencia, ¿comprende…? Si usted hubiera entrado a decir que el engaño ya no era posible para usted, yo no habría podido quedarme ni un minuto más.

Como no puedo quedarme ahora.

Águeda: Pero, entonces, ¿ha pensado usted…?

Baldovino: …no, señora. He esperado… No la vi entrar a usted… Pero hablé precisamente para demostrarle a él que pretender de mí la honradez era imposible – no para mí, ¡para ustedes! -. Por eso debe usted comprender que ahora, habiendo cambiado usted las condiciones…, es a mí a quien le resulta imposible; no por falta de voluntad, ni de deseo…, sino por todo lo que yo soy, señora, por lo que he hecho… Ya sólo este papel que me he prestado a representar…

Águeda: ¡Lo hemos querido nosotros, ese papel!

Baldovino: ¡Y yo lo acepté!

Águeda: ¡Pero declarando de antemano cuáles serían las consecuencias, para que él no tuviera que pagarlas! Pues bien, ¡yo las he aceptado!

Baldovino: ¡Pero no debe usted, no debe usted, señora! Ese es su error. Yo no he hablado nunca… aquí ha hablado una máscara grotesca. ¿Y por qué? ¡Estaban ustedes tres aquí, en la pobre humanidad que sufre con la alegría o goza con el tormento de su vida! ¡Una pobre madre débil, aquí, había sabido hacer el sacrificio de consentir que su hija amara fuera de toda ley! ¡Y usted, enamorada de ese buen hombre, pudo olvidar que él estaba desgraciadamente ligado a otra mujer! ¿Eso les parecieron culpas? ¿Quisieron repararlas en seguida, y me llamaron a mí para eso? ¡Y yo vine a hablarles un lenguaje asfixiante, el de una honradez ficticia y contra natura, contra el que ustedes habían tenido el valor de rebelarse…! Yo sabía muy bien que, a la larga, ellos dos, la madre y el marqués, no podrían soportar las consecuencias. ¡Su humanidad tenía que rebelarse! He oído todos los bufidos de su señora madre y del marqués. ¡Y me ha gustado tanto, puede usted creerlo, verlos urdir ahora esta insidia, hasta en contra de la más grave consecuencia que yo les había predicho…! El peligro más grave era para usted, señora: ¡que usted la aceptara hasta el fin! Y, en efecto, la ha aceptado usted; ha podido aceptarla usted, porque, en usted, con su maternidad, forzosamente tenía que morir el amante. Eso es: usted ya es solamente madre… ¡Pero yo, yo no soy el padre de su niño, señora! ¿Comprende usted bien lo que eso quiere decir?

Águeda: ¡Ah, por el niño…!, ¿porque no es suyo?

Baldovino: ¡No, no! ¿Qué dice usted? ¡Entiéndame bien! ¡Por el solo hecho de que usted quiera venirse conmigo, hace usted al niño suyo, solamente suyo – y, por lo tanto, más sagrado para mí que si fuera verdaderamente mío -, prueba de su sacrificio y de su estima!

Águeda: ¡Pues entonces!

Baldovino: ¡Pero lo he dicho para recordarle mi realidad, señora, puesto que usted no ve más que a su niño! ¡Usted está hablando todavía con una máscara de padre!

Águeda: ¡No, no…, yo le hablo a usted, como hombre!

Baldovino: ¿Y qué sabe usted de mí? ¿Quién soy yo?

Águeda: ¡Este es usted, como yo lo veo!

(Y, como Baldovino baja la cabeza, casi aniquilado, dice:) ¡Puede usted levantar la vista, si yo puedo mirarle a usted; porque, delante de usted, aquí, todos debemos bajar la cabeza, sólo por eso, porque usted se avergüenza de sus culpas!

Baldovino: Nunca me hubiera imaginado que me esperara la suerte de oír hablar así…

(Recobrándose violentamente, como de una fascinación) ¡No…, no…, señora…! ¡No! ¡Crea usted que soy indigno de…! ¿Sabe usted que tengo…, aquí…, más de quinientas mil liras?

Águeda: Las devolverá usted, y nos iremos de aquí.

Baldovino: ¡Cómo! ¡Estaría loco! ¡No las restituyo, señora! ¡No las res-ti-tu-yo!

Águeda: Pues el niño y yo le seguiremos, aunque sea por ese camino…

Baldovino: ¿Me seguiría…, aunque fuera ladrón?

Cae sentado como si lo hubieran cortado. Tiene un violento ataque de llanto, y se oculta el rostro con las manos. 

Águeda: (Lo mira un momento; luego, se acerca a la puerta de la derecha y llama:) ¡Mamá!

Doña Magdalena, al entrar, ve a Baldovino llorando y se queda como temblando. 

Águeda: Puedes decir a esos señores que ya no tienen nada que hacer aquí.

Baldovino: (Rápido, levantándose) ¡No, espere…! ¡El dinero!

(Saca del bolsillo una abultada cartera) ¡No, usted…: yo!

Trata de contener el llanto, de recomponerse; no encuentra el pañuelo.

Águeda, en seguida, le da el suyo. Él comprende el acto que los une ahora, por primera vez, en aquel llanto. Besa el pañuelo; luego, se lo lleva a los ojos, tendiéndole a ella una mano. Se recobra con un suspiro que lo llena de emocionada alegría, y dice:

  Baldovino: ¡Ahora sé muy bien lo que tengo que decir a esos señores!

TELÓN

1917 – El placer de la honestidad
Comedia en tres actos
Introducción
Personajes, Notas per la Rapresentatión, Acto Primero
Acto Segundo

Acto Tercero

In Italiano – Il piacere dell’onestà

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