El difunto Matias Pascal – Capitulo 6 – Tac… tac tac…

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In Italiano – Il fu Mattia Pascal
In English – The late Mattia Pascal

El difunto Matias Pascal - Capitulo 6

El difunto Matias Pascal
Capitulo 6
Tac… tac tac…

Sólo ella, allí dentro, aquella bolita de marfil, corriendo, con aquel garbo, en la roulette, en sentido inverso al cuadrante, parecía como si jugase.

– Tac, tac, tac…

Ella sola, no aquellos que la miraban, presa del suplicio que les infligía el capricho de aquella bolita a la que allá abajo, en los cuadraditos amarillos del tablero, habíanle consagrado, como en oferta votiva, oro y más oro, aportados por manos que temblaban ahora en la congojosa expectación, palpando inconscientemente otro oro, el de la puesta próxima, mientras los ojos, suplicantes, parecían decir: «¡Párate donde quiero, garbosa bolita de marfil, cruel diosa nuestra!»

Encontrábame casualmente en Montecarlo.

Después de una de las acostumbradas peloteras con mi suegra y mi «costilla», que ahora, agobiado y decaído como estaba yo por efecto de la reciente doble desgracia, causábanme insufribles disgustos, no sabiendo ya cómo resistir al tedio, mejor dicho, al asco de vivir así, miserablemente, sin probabilidad ni esperanza de mejora, sin aquel consuelo que antes siquiera tenía con mi niña, ni compensación alguna, por pequeña que fuere, a la amargura, al odioso abatimiento, a la horrible situación en que me veía hundido, adoptando una resolución casi inopinada, hui del pueblo, a pie y con las cincuenta liras de Berto en el bolsillo.

En tanto caminaba, hacía propósito de trasladarme a Marsella desde la estación férrea del vecino pueblo al cual me dirigía; llegado a Marsella, me embarcaría allí, aunque fuere con un billete de tercera clase, con rumbo a América, a probar fortuna.

¿Qué hubiera podido ocurrirme, después de todo, peor que lo que llevaba sufrido y seguía sufriendo en mi casa? Cierto que tendría que echarme al cuello otras cadenas, mas no podrían parecerme más pesadas que las que ahora quería quitarme del pie. Aparte de que así vería otras tierras, otras gentes y otra vida, sustrayéndome, cuando menos, a la opresión que me sofocaba y rendía.

Sólo que al llegar a Niza sentí que me faltaban los ánimos. Hacía tiempo ya que habían pasado a la Historia mis ímpetus juveniles; el tedio habíame corroído en demasía por dentro y abatido los bríos. Lo que más me desanimaba era la escasez de dinero con que hubiera tenido que aventurarme a las incertidumbres de la suerte, tan lejos de mi tierra, metido de pronto en una vida totalmente ignorada y sin preparación alguna.

Así que al entrar en Niza, no muy resuelto todavía a volverme a casa, según como iba dando vueltas por la población, ocurrióme detenerme delante de una gran tienda de la Avenue de la Gare, donde estaba esta muestra, con unas letras muy gordas y doradas:

dr- pot de roulette de precision

Habíalas en el escaparate de todas dimensiones, con otros utensilios de juego y varios opúsculos que llevaban en la cubierta dibujada una roulette.

Sabido es lo fácilmente que se vuelven supersticiosos los desventurados, por más que luego hagan burla de la credulidad ajena y aun de las esperanzas que a ellos mismos les hace concebir, a veces de repente, la superstición, y que, como es natural, nunca se realizan.

Recuerdo que yo, después de haber leído el título de uno de aquellos opúsculos, Méthode pour gagner a la roulette, alejéme del escaparate con desdeñosa y conmiserativa sonrisa.

Y, sin embargo, a los pocos pasos volvíme atrás, y – por curiosidad, ¡claro!, no por otra cosa- , con aquella misma sonrisa desdeñosa y conmiserativa en los labios, entré en la tienda y compré el opúsculo.

No sabía en absoluto de qué se tratase ni en qué consistiese aquel juego, ni su disposición. Púseme a leer el folletito; mas no sacaba casi nada en limpio.

– Quizá sea – me dije-  porque ando muy mal de francés.

No me lo había enseñado nadie, y lo poco que sabía habíalo aprendido leyendo en los librotes de la Biblioteca; no estaba tampoco nada bien tocante a pronunciación, y temía que al hablar se me riesen en las barbas.

Este temor, precisamente, fue la causa de que anduviese yo perplejo al principio sobre si ir o no ir. Sólo que luego recapacité que había salido de casa con intención de aventurarme hasta América, falto de todo recurso y sin siquiera conocer de vista el inglés y el español; así que con el poco francés que sabía, y guiado por mi folleto, bien podía largarme hasta Montecarlo, que estaba allí mismito y como al alcance de la mano. – Ni mi suegra ni mi mujer – decía yo, para mis adentros, en el tren-  tienen la menor noticia de estos cuartos que llevo en la cartera. Iré a echarlos allí sobre el tapete verde, para quitarme de toda tentación. Espero que habrá de quedarme lo suficiente para volver a casa. Y si no…   Había oído decir que en el jardín de la gran timba había unos árboles muy gallardos y muy recios. En resumidas cuentas: siempre tendría el recurso de colgarme económicamente de uno de ellos con el cinturón que me sujetaba los pantalones, y hasta daría el golpe así, pues todo el mundo diría: “¡Quién sabe cuánto habrá perdido ese pobre hombre!”

Aunque, si he de decir la verdad, esperaba que me fuera mejor.

La entrada a la timba no está mal, no; se ve que tuvieron la intención de alzar un templo a la Fortuna con aquellas ocho columnas de mármol. Una puerta muy grande, y dos laterales, más pequeñas. En cada una de éstas leíase este rótulo: «Tirez», y hasta aquí si llegaba yo. Caléme también el «Poussez» del portalón grande, que indudablemente quería decir lo contrario y empujé y entré.

¡Qué gusto tan pésimo! Lo menos que podían hacer era ofrecerles a los que van allí a dejarse tanto dinero encima del tapete verde la satisfacción de verse en un lugar menos suntuoso y más bello. Todas las poblaciones grandes tienen a gala el poseer un hermoso matadero para los pobres animales, que, como faltos que están de toda educación, no pueden sacarle ningún gusto a estar allí. También es verdad, sin embargo, que la mayor parte de la gente que va a la gran timba en lo que menos piensa es en reparar en el gusto del decorado de aquellas cinco salas, de igual manera que los que se sientan en aquellos divanes no suelen hallarse en condiciones de notar la dudosa elegancia de su hechura.

Por lo general, toman asiento en ellos unos desgraciados a los cuales la pasión del juego les ha sorbido el seso por modo sumamente singular; pónense allí a estudiar muy atentos el llamado equilibrio de las probabilidades y a meditar seriamente las jugadas que puedan aventurarse, urdiendo entre sí todo un plan de juego y hasta consultando apuntes sobre las alternativas de los números; en resumidas cuentas: que se proponen extraer la lógica del caso, que es como si dijéramos sacar agua de una piedra, no dudando lo más mínimo de que hoy o mañana han de lográrseles sus combinaciones.

Pero no hay que maravillarse de nada.

– ¡Ah! ¡El doce! ¡El doce! – decíame un señor de Lugano, un hombretón cuya presencia sugería las más consoladoras reflexiones sobre las resistentes energías de la raza humana- . ¡El doce es el rey de los números! Lo tengo adoptado por mío. ¡No me hace traición nunca! Se divierte, eso sí, y hasta con excesiva frecuencia, en darme achares, pero luego termina siempre recompensándome por mi fidelidad.

Aquel hombretón estaba prendado del número 12, y no atinaba a hablar de otra cosa. Refirióme que el día antes no había querido salir su número ni una sola vez, a pesar de lo cual no se había dado él por vencido, poniendo siempre al doce, firme en la brecha hasta lo último, hasta que, por fin, los croupiers anunciaron:

– Messieurs, aux trois derniers!

Pues bueno: al primero de aquellos tres últimos golpes, nada; ni tampoco al segundo; pero al tercero y último, ¡pásmense ustedes!, va y sale el 12.

– ¡Me habló! – terminaba el punto, con los ojos brillantes de alegría- . ¡Me habló!

Cierto que, como no había hecho en todo el día más que perder, sólo pudo apuntar a la última puesta unos cuantos escudos; de suerte que, en resumidas cuentas, no pudo rehacerse. Mas ¿qué le importaba? ¡El número 12 le había hablado!

Al oír tales razonamientos viniéronseme a la memoria cuatro versos del pobre Pinzone, cuyo álbum de rimas peregrinas, que apareció al levantar la casa, tiene ahora alojamiento en nuestra biblioteca, y quise recitárselos a aquel buen señor:

Estaba ya cansado de aguardar a la Fortuna.
La voluble diosa
tenía, sin embargo, que llegar.
Y llegó, finalmente, mas tiñosa.

El caballero, entonces, llevóse ambas manos a la cabeza y contrajo dolorosamente todo el rostro. Yo lo miré, sorprendido, primero, y luego, consternado.

– ¿Qué le pasa a usted?

– No es nada. Que me río – respondióme. ¡Así reía aquel hombre! Le dolía tanto la cabeza, que no podía sufrir la sacudida de la risa. ¡Para que se enamore nadie del número 12!

Antes de probar fortuna – aunque sin pizca de ilusión- , juzgué oportuno estarme algún rato de mirón a fin de percatarme bien de la marcha del juego.

No me pareció tan complicado como imaginara yo por la lectura del opúsculo.

En medio de la mesa, sobre el tapete verde numerado, estaba colocada la ruleta. Todo alrededor, los puntos – caballeros y señoras, viejos y jóvenes, de todos los países y todas las clases sociales- , sentados los unos, y en pie los otros, dábanse una prisa nerviosa a poner montones y montoncitos de luises y escudos y billetes de Banco en los números amarillos de los cuadritos; los que no lograban acercarse, o no querían tomarse esa molestia, decíanle al croupier los números y colores que querían jugar, y en seguida, el croupier, con la raqueta, disponía sus puestas según sus indicaciones y con una destreza maravillosa. Hacíase luego el silencio, un silencio extraño, angustioso, casi vibrante, de contenida violencia, únicamente interrumpido de trecho en trecho por la voz monótona y soñolienta del croupier:

– Messieurs, faites vos jeux!

Mientras de otros sitios, junto a otras bancas, otras voces igualmente monótonas clamaban:

– Le ieu est fait! Rien ne va plus!

Hasta que, por último, lanzaba el croupier la bola a lo largo de la ruleta.

Tac, tac, tac…

Y todos los ojos volvíanse a ella con diversa expresión de ansiedad, de reto, angustia y terror. Algunos de los que permanecían de pie, a espaldas de los que habían tenido la suerte de encontrar un asiento, inclinábanse hacia adelante con objeto de ver sus puestas, antes que se las barriesen las implacables raquetas de los croupiers.

A lo último iba a parar la bola al cuadrante, y el croupier repetía con su voz de siempre la fórmula ritual y cantaba el número agraciado y el color.

Yo arriesgué la primera puesta de unos cuantos escudos en la banca de la izquierda de la primera sala, apuntando a la ventura a un 25; y quedéme también mirando la pérfida bolita, pero sonriendo como por efecto de un peregrino cosquilleo interno en el vientre.

Paró la bola en el cuadrante, y…

– Vingt- cinq! – anunció el croupier- . Rouge, impair et passe!

¡Había ganado! Tendí la mano a mi montoncillo de dinero, que se había multiplicado, y me dispuse a retirarlo, cuando un tío muy alto y anchísimo de hombros, que los tenía algo subidos, y encima de ellos, como remate, una cabecita muy pequeña, con lentes de oro cabalgando sobre la nariz, acaballada, y una frente muy estrecha y unos pelos largos y lacios, que le daban en el pescuezo, entre rubios y grises, como la tirilla y los bigotes, me apartó la mano sin el menor miramiento y arrambló con mis ganancias.

Con lo poquísimo que sabía de francés intenté hacerle notar que se había equivocado, ¡claro que involuntariamente!

Era alemán el tío y chapurreaba el francés todavía peor que yo, aunque tenía, a la verdad, los bríos de un león, y se me echó encima diciendo que quien estaba equivocado era yo y que aquel dinero era suyo. Yo esparcí la vista alrededor estupefacto; nadie chistaba, ni siquiera mi vecino, con todo y haberme visto poner a mí aquel puñado de escudos al 25. Miré a los croupiers: ¡inmóviles, impasibles como estatuas! “¡Ah! … ¿Sí?», dije entre mí, y con mucha tranquilidad recogí los otros escudos que había puesto en la mesita que tenía delante y me largué.

«¡Vaya un método potir gagner á la roulette! – me dije- . Ese no está registrado en mi folleto. ¡Y quién sabe si, después de todo, no será el único!»

Pero la Fortuna, no sé por qué designios secretos suyos, quiso darme un solemne y memorable mentís.

Habiéndome acercado a otra banca donde jugaban fuerte, estúveme un buen rato observando a los puntos que la rodeaban; eran en su mayoría caballeros de frac, y había entre ellos algunas damas, de las cuales más de una parecióme algo equívoca. A lo primero no hubo de inspirarme mucha confianza la vista de un hombrecillo rubio, muy rubio, con unos ojos grandes, azules, inyectados en sangre y sombreados por unas cejas casi blancas; vestía también de frac, pero a la legua se veía que no estaba hecho a llevarlo; tuve curiosidad por verlo en la prueba; apuntó fuerte y perdió; no se inmutó lo más mínimo; volvió a apuntar, fuerte también, y entonces me dije: “¡Bah! Este hombre no es capaz de echarle la zarpa a mis cuartejos.» Aunque al principio hubiera sufrido aquella escaldadura, me avergoncé de mi sospecha. Habiendo allí tanta gente que tiraba a puñados el oro y la plata, como si fuesen arena, sin pizca de temor, ¿iba yo a inquietarme por aquella miseria?

Observé, entre otros, a un pollito, pálido como la cera y con un gran monóculo en el ojo izquierdo, el cual afectaba un aire de soñolienta indiferencia; estaba sentado de medio ganchete y se sacaba los luises del bolsillo del pantalón y los ponía al tuntún a un número cualquiera; y sin mirar a la ruleta, atusándose los cuatro pelos del incipiente bigotillo, aguardaba a que parase la bola, preguntándole entonces a su vecino si había perdido.

No le vi ganar ni una sola vez.

Era su vecino un caballero delgado, elegantísimo y como frisando en los cuarenta; pero tenía el pescuezo demasiado largo y fino, y casi le faltaba la barbilla; tenía además un par de ojillos negros y vivarachos, y un hermoso pelo, negro como la pluma del cuervo, y levantado sobre la coronilla. Saltaba a la vista que gozaba contestándole que sí al joven que perdía. El, por su parte, ganaba algunas veces.

Coloquéme junto a un señor gordo, de tez tan morena que parecía tener como ahumadas las niñas de los ojos y las cejas; tenía el pelo canoso, de color de herrumbre, y el bigote todavía negro y rizado; respiraba fuerza y salud, y, sin embargo, como si el rodar de la bolita de marfil le provocase un ataque de asma, entrábanle unos estertores hondos e irresistibles. La gente volvíase a mirarlo; pero él apenas si lo notaba; cuando se percataba de ello contentase por un instante, esparcía la vista a la redonda con nerviosa sonrisa y volvía a resollar fuerte, sin poderse reprimir, hasta que la bola paraba.

Poco a poco, a fuerza de mirar, volvió a entrarme la fiebre del juego. Los primeros golpes me salieron mal. Luego empecé a sentirme como en un estado de inspirada embriaguez muy curioso; obraba casi automáticamente, obedeciendo a imprevistas e inconscientes corazonadas; ponía siempre el último, después que todos los demás, y ¡zas!, de pronto adquiría la conciencia, la certidumbre de que había de ganar, y ganaba. Al principio ponía poco; pero luego fui aumentando las puestas sin sentir. Aquella suerte de embriaguez lúcida iba creciendo sin cesar en mí, y aunque me viniera la contraria, no se empañaba lo más mínimo, pues aun entonces parecíame como si yo lo hubiera previsto; es más, algunas veces solía decirme para mis adentros: “¡Lo que es ahora perderé; no tengo más remedio que perder!” Estaba como electrizado. En determinado momento diome la inspiración por arriesgarlo todo, y así lo hice, despidiéndome por anticipado de mi dinero; pero gané. Zumbábanme los oídos; chorreaba todo mi cuerpo un sudor helado. Parecióme que uno de los croupiers, como asombrado de mi continua suerte, me estaba observando. En el estado de agitación en que me encontraba, interpreté la mirada de aquel tío como un reto, y volví a arriesgar de nuevo todas mis ganancias, amén de la cantidad inicial, sin pararme a meditar en lo que hacía; fuéseme la mano tras el mismo número de antes, un 35; estuve por desviarla, pero no: volví a poner allí el dinero como si alguien me lo hubiera mandado. Cerré los ojos. Debía de estar horrorosamente pálido. Hízose un gran silencio y parecióme como si se hubiera hecho por mí solo y que todos tuvieran el alma en un hilo con la misma terrible ansiedad que yo. Rodó la bola; estuvo rodando una eternidad, con una lentitud que agravaba a cada segundo la insufrible tortura. Hasta que al fin paró.

Yo me esperaba que el croupier cantaría, como así fue, con su voz de siempre, que a mí me sonaba lejanísima:

– Trente- cinq, noir, impair et passe!

Cogí el dinero y tuve que apartarme de allí como un borracho. Dejéme caer en el diván, rendido, y apoyé la cabeza en el respaldo con una necesidad imprevista, irresistible, de dormir, de reponer mis fuerzas con un poco de sueño. Y ya me iba rindiendo a él cuando sentime encima un peso, un peso material, que me hizo dar un respingo. ¿Cuánto había ganado? Abrí los ojos; pero tuve que volver a cerrarlos inmediatamente: se me iba la cabeza. Hacía en la sala un calor sofocante. ¡Cómo! ¿Pero ya era de noche? Había visto las luces encendidas. Pues ¿cuánto tiempo había estado jugando? Me levanté despacito y me fui.

Fuera, en el portal, era aún de día. La frescura del aire me reanimó.

Paseaba por allí mucha gente: personas solas, meditabundas, y también grupos de dos o tres, charlando y fumando.

Me puse a observarlos a todos. Forastero en la población, lleno de cortedad todavía, hubiera querido adaptarme un poco al ambiente, uniformarme, y estudiaba a aquellos paseantes que me parecían más desenvueltos, más dueños de sí; sólo que, cuando menos lo esperaba, alguno de aquéllos poníase de pronto muy pálido, lanzaba la vista al vacío, dejaba de hablar, tiraba el cigarrillo, y entre las risas de sus compañeros volvía a meterse en la sala de juego. ¿Por qué se reirían sus compañeros? También yo sonreía, mirando como un pasmado.

– A toi, mon cheri! – sentí que me decía por lo bajo una voz femenina, un tanto bronca.

Volvíme, y vi ante mí una de aquellas señoras que estaban sentadas en torno a la ruleta y que con mucha amabilidad ofrecíame una rosa en tanto ella se quedaba con otra. Habíalas comprado las dos hacía un momento en el puesto de flores del vestíbulo.

¿Pero hasta aquel punto tenía yo cara de bobo?

Me entró una rabia violenta; desairé a la individua, sin darle las gracias, e hice ademán de volverle la espalda; sólo que ella me cogió, riendo, de un brazo, y afectando al hablarme, delante de la gente, un aire confidencial, me dijo unas cuantas palabras muy aprisa. Parecióme entender que me proponía que hiciese una vaquita con ella, pues había sido testigo de mi buena suerte, y estaba dispuesta a jugar por los dos siguiendo mis indicaciones.

Yo me encogí de hombros, malhumorado, y dejéla plantada.

Poco después, al volver a entrar en la sala de juego, hube de verla hablando con un tío bajito, moreno, barbudo, con los ojos un tanto miopes, y español, a juzgar por la facha. Habíale dado la rosa que antes me ofreciera a mí. De cierto ademán de entrambos inferí que se estaban ocupando en mi persona, y me puse en guardia.

Pasé a otra sala; acerquéme a la primera mesa, pero sin intención de jugar; y héte aquí que el tío de antes, sin la madama, se acerca también a la mesa, aunque fingiendo no haber reparado en mí. Yo entonces me puse a mirarlo descaradamente, para darle a entender que no me había pasado nada por alto y que conmigo se equivocaba.

Mas no tenía facha de baratero. Lo vi jugar y fuerte; perdió tres veces seguidas; parpadeaba nerviosamente, quizá por el esfuerzo que hacía para disimular su emoción. A la tercera vez que perdió, miróme y sonrióse.

Yo lo dejé allí y me volví a la otra sala, a la mesa donde antes había ganado.

Habíanse relevado los croupiers. La mujer de marras estaba allí, en el mismo sitio de antes. Yo me coloqué detrás para que no me viera, y pude observar que jugaba modestamente y no siempre. Adelantéme y viome ella; estaba para jugar y se detuvo, esperando, sin duda, a que jugase yo, para poner donde yo pusiese. Pero aguardó en vano. Al decir el croupier: «Le ieu est fait! Rien ne va plus!», miréla, y ella alzó un dedo, como amenazándome, en son de broma. Me abstuve de jugar largo rato; pero, al fin, nuevamente excitado a la vista de los demás jugadores, y sintiendo que me volvía la inspiración de antes, dejé de observar a la dama y me puse a jugar.

¿Por qué sugestión misteriosa atinaba yo infaliblemente con la infinita variabilidad de los números y colores? ¿Sería la mía únicamente prodigiosa adivinación en lo inconsciente? Pero ¿cómo explicar entonces ciertas obstinaciones locas, cuyo recuerdo todavía me causa escalofríos, al pensar que me lo jugaba todo, todo, hasta la vida acaso en aquellas puestas, que eran verdaderos retos a la suerte? No; no; yo sentía realmente en mi interior una fuerza diabólica, gracias a la cual dominaba, fascinaba a la Fortuna y sometía su capricho al mío. Y no era yo el único que abrigaba esta convicción, pues se les había contagiado a los demás puntos con pasmosa rapidez, y ya casi todos seguían mi arriesgadísimo juego. No sé cuántas veces se daría el rojo, al cual me había yo empeñado en poner. Hasta aquel pollito que se sacaba los luises de los bolsillos del pantalón habíase conmovido y animado; y el señor gordo de marras resollaba más ruidosamente que nunca. Subía de punto la emoción a cada instante en torno a la mesa; todo se volvía estremecimientos de impaciencia, respingos nerviosos, un furor contenido a duras penas, angustioso y terrible. Los croupiers mismos habían perdido su rígida impasibilidad.

De pronto, ante una jugada formidable, sentí algo así como vértigo. Parecióme como que se me venía encima una responsabilidad tremenda. Estaba poco menos que en ayunas desde por la mañana, y todo mi cuerpo me vibraba, presa de la larga y violenta emoción. No pude resistir más, y después de aquella jugada apartéme de la mesa, tambaleándome. Sentí que me cogían por un brazo. Agitadísimo, con los ojos que le echaban fuego, aquel españolito barbudo y rechoncho de antes quería detenerme. “¡Hombre! No eran más que las once y cuarto; los croupiers invitaban a las tres jugadas últimas; ¡podríamos hacer saltar la banca!»

Me hablaba en un italiano chapurreado, la mar de chistoso; porque yo, que ya no coordinaba, me empeñaba en responderle en mi lengua:

– ¡No, no! ¡Basta! ¡No puedo más! ¡Déjeme que me vaya, caballero!

Me dejó irme; pero se me vino detrás; montó conmigo en el tren de vuelta a Niza, y se empeñó en que había de cenar con él y hospedarme en su misma fonda.

No me desagradó mucho al pronto la admiración casi temerosa que aquel tipo parecía complacerse en testimoniarme como a un taumaturgo. La vanidad humana no tiene reparo a veces en hacerse un pedestal hasta de cierta estimación que ofende, y aceptar el incienso acre y pestífero de ciertos indignos y mezquinos turiferarios. Yo era como un general que hubiese ganado una cruentísima y desesperada batalla, pero por casualidad y sin saber cómo. Ya empezaba a comprenderlo y a volver en mí, y a medida que recobraba la serenidad resultábame más enojosa la compañía de aquel hombre.

Sin embargo, por más que hice, no pude quitármelo de encima, y al llegar a Niza no tuve más remedio que acompañarle a cenar. En la mesa hubo de confesarme que había sido él quien me había mandado a aquella madamita alegre, a la cual hacía tres días que él la estaba dando alas para que pudiera volar, por lo menos al ras de tierra; alas de billetes de Banco, algunos cientos de liras para que probara fortuna. Y por cierto que la prójima había debido de ganar de lo lindo siguiendo mis pasos, puesto que no se había dejado ver a la salida.

– Qué podo far? La povara habrá trovado de megio. Sono viechio, io. E agradecio Dio antes que me la son levada sobre.

Contóme luego que llevaba en Niza una semana, y que todas las mañanitas tomaba el camino de Montecarlo, donde hasta aquella noche había tenido la negra. Quería saber cómo me las arreglaba yo para ganar. Seguramente era un maestro en el juego o poseía alguna regla segura.

Echéme a reír, y respondíle que hasta aquella mañana misma no había yo visto una ruleta ni en pintura, y que no sólo no entendía jota del juego, sino que ni siquiera podía imaginarme que hubiera de jugar y ganar de aquel modo. De lo cual estaba yo más asombrado y atónito todavía que él No se dio por convencido. Tanto, que encauzando hábilmente la conversación – sin duda creía habérselas con un pícaro de marca mayor-  y expresándose con desenfado admirable en aquella jerigonza suya, medio española y medio vaya usted a saber, concluyó por hacerme la misma proposición que ya aquella tarde me hiciera indirectamente, valiéndose como gancho de aquella mujer alegre.

– No, dispense exclamé yo, tirando todavía a endulzar con una sonrisa el resentimiento- . Pero ¿cree usted en serio que para ese juego pueda haber reglas ni secreto alguno? ¡Para ganar a la ruleta lo que se necesita es suerte! Yo la he tenido hoy; puede que no la tenga mañana, y puede también que vuelva a tenerla de nuevo, cosa esta última que espero se realice.

– Ma porqué le? – me preguntó-  non ha voludo occi aproveciarse de la sua fortuna?

– Yo aprove…

– Sí; come puedo decir? Avantaciarse? Voilá! – ¡Pues con arreglo a mis medios!

– ¡Bien! – exclamó él- . Podo ió por le¡. Le la fortuna, ió metaró el dinero.

– ¡Y quizá perdamos entonces! – concluí yo sonriendo- . No, no… Dispénseme. Si usted me cree en verdad hombre de tanta suerte – la tendré en el juego, que lo que es en lo demás…- , hagamos una cosa: sin trato alguno y sin que contraiga yo ninguna responsabilidad, que no quiero tenerla, ponga usted donde yo ponga lo poco que acostumbro, como ha hecho hoy; y si sale bien…

No me dejó acabar; estalló en una extraña carcajada, que aspiraba a parecer maliciosa, y dijo:

– Eh, no, segnore mio! No! Occi, si, I’ho fatto, no lo fado domani seguramente! Si le punta forte conmigo, bien; si no, no lo fado, seguramente! Gracie tante!

Lo miré a la cara, esforzándome por comprender qué era lo que quería decir con aquello; sin duda, en sus palabras y en aquella carcajada suya había algo ofensivo para mí. Me acaloré y le pedí una explicación.

El dejó de reírse; pero en su semblante perduró como la huella casi desvanecida de su risa. – Digo che no, che no lo fado – repitió- . No digo altro!

Di un puñetazo en la mesa, y con voz alterada insistí:

– ¡No se trata de eso! ¡Lo que quiero es que me diga, que me explique qué sentido se propuso dar a sus palabras y a esa risa tan necia! ¡Porque no lo comprendo!

Según iba yo hablando, vile palidecer y como encogerse; disponíase, sin duda, a pedirme perdón. Me levanté indignado, dando una patada en el suelo:

– ¡Bah! ¡Le desprecio a usted y a sus recelos, que ni siquiera alcanzo a comprender!

Aboné la cuenta, y me fui.

Conocí a un hombre venerable y digno también, por sus singularísimas dotes intelectuales, de ser grandemente admirado, pues no lo era ni poco ni mucho; y todo por culpa, a mi juicio, de unos pantalones claros, a cuadros, demasiado ceñidos a las piernas, que tenía muy flacas, y que no había forma de que los dejase. Los trajes que vestimos y su hechura y color pueden dar que pensar de nosotros las cosas más extrañas.

Pero yo sentía ahora un despecho tanto más grande cuanto que no me tenía por mal vestido. Cierto que no iba de frac; pero llevaba puesto un traje negro, de luto, muy decente. Y, además, si vestido de esa guisa había podido tomarme aquel alemanote de marras por un lila, hasta el punto de llevárseme con aquella frescura el dinero, ¿cómo ahora este otro me tomaba por un tahúr? «Puede que sea por estas barbas – pensaba yo en tanto caminaba-  o por ir tan rapado …”

Iba buscando una fonda cualquiera para encerrarme y hacer arqueo de mis ganancias. Me sentía lo que se llama podrido de dinero; en todas partes, en los bolsillos del pantalón y la americana, y hasta del chaleco, abultábanme las monedas y los fajos de billetes, que debían de ser muchísimos.

Oí que daban las dos. Estaban desiertas las calles. Pasó un coche desalquilado y lo tomé. Con nada, como quien dice, había reunido cerca de once mil liras. Hacía mucho tiempo que no veía metales; así que parecióme aquélla una gran cantidad. Pero después, pensando en mi vida de antaño, me sentí lleno de bochorno. ¡Cómo! ¿Me habrían encogido hasta tal punto el corazón aquellos dos años de biblioteca con todas las demás calamidades que me habían ocurrido?

Púseme a picarme con mi nuevo veneno, mirando el dinero que había colocado encima de la cama.

– Anda, hombre virtuoso, manso bibliotecario, anda y vuélvete a casa a aplacarle los nervios a tu suegra con este capitalito. Creerá que es producto del robo y al punto formará una gran idea de ti. Si no, anda y vete a América, como tenías pensado, si lo otro no te parece condigno premio de tu gran esfuerzo. Ahora ya puedes con este viático. ¡Once mil liras! ¡Qué riqueza!

Recogí el dinero, lo metí en el cajón de la cómoda y me acosté. Pero no pude pegar un ojo. ¿Qué era, en fin de cuentas, lo que debía hacer? ¿Volver a Montecarlo a repetir aquel extraordinario golpe de suerte? ¿O volverme a casita y comerte aquellos cuartos muy ricamente sin tentar más aventuras? Pero, ¿sería posible que me entrasen ganas ni medio de gozar de este mundo con aquella familia que me había agenciado? Haría que mi mujer fuese un poco mejor vestida; que Romilda no sólo no se cuidaba ya de agradarme, sino que hasta parecía poner de su parte todo lo posible por resultarme enojosa a la vista, pues se pasaba los días enteros sin peinarse ni ponerse el corsé, y andaba por la casa en chancletas y con el vestido haciéndole alforzas por todos lados. ¿Pensaría quizá que para un marido como yo no valía la pena arreglarse? Además, desde que tuvo el parto no había vuelto a gozar de salud completa. Tocante a genio, cada día teníalo más desabrido y áspero, y usaba de peores modales, no sólo conmigo, sino con todo el mundo en general. Y estos enconos y la ausencia de un cariño vivo y verdadero habían fomentado en ella una malhumorada desidia. Ni siquiera habíale llegado a tomar cariño a aquella niña, cuyo nacimiento, lo mismo que el de su gemela, muerta a los pocos días, representara para ella un fiasco frente al robusto varón de Oliva, nacido cosa de un mes más tarde, hermoso y lucido, de un parto dichosísimo. Así que todos aquellos disgustos, amén de esos choques que sobrevienen cuando la necesidad, cual un gatazo negro y de rizado lomo, se hace un ovillo junto al rescoldo de un hogar apagado, nos habían hecho odiosa a los dos la convivencia. Con aquellas once mil liras, ¿habría tenido bastante para poder restaurar la paz en casa y resucitar al amor, ya inicuamente muerto al nacer a manos de mi suegra? ¡Locura! ¿Y entonces? ¿Embarcarme para América? Pero, ¿para qué ir a buscar tan lejos la fortuna cuando no parecía sino que ella misma había querido que yo me detuviese allí en Niza, sin pensarlo, ante el escaparate de aquella tienda donde se vendían artefactos de juego? Lo que ahora hacía falta era que yo me mostrase digno de ella y de sus favores, si, como parecía, estaba verdaderamente dispuesta a otorgármelos. ¡Ea, se acabó! O todo o nada. Lo peor que podía pasarme era que me volviese como había venido. ¿Qué son once mil liras en el mundo?

Así que al otro día tomé el camino de Montecarlo. Y lo mismo hice durante diez días consecutivos. No tuve ocasión ni tiempo de asombrarme entonces del favor, más fabuloso que extraordinario, de la Fortuna. Estaba fuera de mí, lo que se dice chiflado; ni ahora mismo siento tampoco estupor alguno sabiendo, como sé de sobra, el golpe que me tenía deparado la suerte al favorecerme de aquel modo y en aquella medida. En nueve días llegué a reunir una cantidad verdaderamente enorme, jugando a la desesperada; pero al noveno empecé a perder y aquello fue un desastre. Fuéseme aquella inspiración prodigiosa de marras, cual si ya no encontrase pasto en mi energía nerviosa, del todo agotada. No supe, mejor dicho, no pude detenerme a tiempo. Me detuve, sí, pero no por mi voluntad, sino por la violencia de un horrible espectáculo, nada extraordinario en aquel lugar.

Al entrar en la sala de juego la mañana del duodécimo día salióme al encuentro aquel tío de Lugano, que estaba enamorado del número 12, y muy descompuesto y afanoso participóme, más con gestos que con palabras, que acababa de suicidarse un individuo en el jardín. Pensé al punto si sería el español de marras, y sentí algo de remordimiento. Estaba seguro de que me había ayudado a ganar. El primer día, después de aquella disputa que tuvimos, no quiso seguirme el juego, y no hizo más que perder; los días siguientes, al verme ganar de aquel modo, intentó emularme; mas entonces fui yo quien no quiso favorecerlo, y como guiado por la mano de la misma Fortuna, presente e invisible, me puse a dar vueltas de una a otra mesa. Llevaba dos días sin verlo, desde que yo también perdía, y quizá por no haber podido él dar conmigo.

Estaba segurísimo, al dirigirme al jardín, de que había de encontrármelo allí, tendido en tierra, muerto. Mas no fue así, sino que en su lugar halléme con aquel pollito pálido que afectaba humos de soñolienta indiferencia al sacarse los luises del bolsillo del pantalón para ponerlos sobre el tapete verde, sin siquiera mirar dónde.

Parecía más pequeño, allí tirado, en medio del paseo; estaba en actitud muy modosa, con los pies juntos, como si hubiera empezado por tenderse para no hacerse daño al caer; tenía un brazo pegado al cuerpo, y el otro un poco levantado, con la mano engarabitada, y un dedo, el índice, todavía encorvado en ademán de disparar. Junto a aquella mano estaba el revólver, y más allá, el sombrero. A lo primero parecióme que la bala le había salido por el ojo izquierdo, del cual habíale manado sobre la cara un río de sangre, ya congelada. Pero no, que aquella sangre habíale brotado, no sólo de allí, sin también de las narices y las orejas, amén de la que copiosamente saliérale luego del orificio que tenía en la sien derecha y que había salpicado la arena amarilla del paseo, donde formara charcos coagulados. En torno al cadáver revoloteaban una docena de moscardones, alguno de los cuales hasta se le posaba, voraz, en el ojo. Entre tantos mirones, ninguno había pensado en espantárselos. Yo saqué del bolsillo el pañuelo y cubríle con él la pobre cara horriblemente desfigurada. Nadie me lo agradeció; había suprimido la salsa del espectáculo. Alejéme de allí a escape y me volví a Niza, con intención de tomar el tren para mi tierra, aquel mismo día.

Llevaba encima unas ochenta y dos mil liras.

Lo que menos podía yo pensar era que aquella misma noche hubiera de ocurrirme a mí también algo análogo.

In Italiano – Il fu Mattia Pascal
In English – The late Mattia Pascal

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