El difunto Matias Pascal – Capitulo 4 – He aquí cómo fue

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In Italiano – Il fu Mattia Pascal
In English – The late Mattia Pascal

El difunto Matias Pascal - Capitulo 4

El difunto Matias Pascal
Capitulo 4
He aquí cómo fue

Un día, yendo de caza, me detuve, extrañamente impresionado, delante de un pajar enano y panzudo que tenía por remate una olla.

– Yo te conozco – le dije- . Me parece que te conozco… – Luego, de pronto, exclamé: – ¡Concho! ¡Si eres Batta Malagna!

Cogí una horquilla que había allí cerca en el suelo, y se la metí por la panza con tan buena voluntad, que estuvo en poco no se viniera abajo el pucherete que le servía de remate. Parecía enteramente Batta Malagna cuando, sudoroso y resoplando fuerte, llevaba el sombrero echado hacia adelante.

Temblaba todo él de arriba abajo: le temblaban en la cara, entrelarga, las cejas y los ojos; temblábale la nariz por sobre los bigotes y la pechera; temblábanle los hombros desde su encaje con el cuello; temblábale la enorme y mustia panza, casi hasta tocar en tierra, porque, atendido lo que le sobresalía por encima de las piernas, muy cortas, habíase visto obligado el sastre a hacerle unos pantalones muy holgados; así que desde lejos parecía como si llevase puesta una americana muy larga y la barriga le llegase hasta el suelo.

Cómo con semejante cara y semejante cuerpo podía ser tan ladrón el tal Malagna, cosa es que no me explico; porque hasta los ladrones, según yo me imagino, deben de tener cierta planta, que él no creo tuviese. Andaba despacito, con su tripa colgando, siempre con las manos a la espalda, y sacaba del cuerpo, con grandes apuros, una vocecilla blanda y lastimera. Me gustaría saber cómo justificaría él ante su conciencia los hurtos que continuamente perpetraba en nuestro daño. No teniendo, como he dicho, necesidad alguna de cometer tales rapiñas, seguramente tendría que darse a sí mismo alguna razón, alguna excusa. Quizá el pobrecillo robara por distraerse de algún modo.

Porque, efectivamente, debía de sufrir infinito en su casa, por culpa de una de esas mujeres que se hacen respetar.

Había cometido el error de elegir compañera en una clase social superior a la suya, que era muy humilde. Y, naturalmente, aquella mujer, que casada con hombre de su condición no habría sido quizá tan insufrible, a él trataba de demostrarle, con el menor motivo, que ella se había criado en buenos pañales y que en su casa las cosas se hacían así y asá. Y hete al Malagna obediente haciéndolo todo así y asá, como ella le k decía, por parecer él también un señor.

Pero ¡cuántos apuros pasaba! ¡Siempre estaba sudando!

Por si era poco, doña Guendalina, a poco de casada, hubo de enfermar de un achaque, del que ya nunca se volvió a ver libre, puesto que para curar de él hubiera tenido que imponerse un sacrificio superior a sus fuerzas: nada menos que privarse en absoluto de ciertos pastelillos de criadillas rellenas, que de sólo verlos se le hacía la boca agua, y de algunas otras gollerías, y principalmente del vino. Y no es que empinara mucho el codo. ¡Quiá! ¡Con lo bien criada que estaba! Sólo que no hubiera debido ni catarlo.

A mí y a Berto, que éramos unos grandullones, solía invitarnos Malagna de cuando en cuando a su mesa. Y era cosa rica oírle echar, con los debidos miramientos, un sermoncillo a su coima acerca de la templanza mientras él embaulaba a más y mejor los más suculentos manjares.

– No paso a comprender que por el gusto momentáneo que experimenta el gaznate al paso de un buen bocado, como éste, por ejemplo – y se lo engullía- , haya de estarse nadie luego sufriendo todo el día. ¿Qué se saca de eso? Yo de mí sé decir que estaría después corrido y avergonzado. Rosina – decía llamando a la criada- , deme un poquito más de este plato. ¡Está muy rica esta salsa a la mayonesa!

– ¡Cerdo! – gritaba entonces la mujer, enfurecida- . ¡Basta, y no tragues más! ¡Dios debía castigarte, para que supieras lo que es andar mal del estómago! ¡Así aprenderías a tener consideración con tu mujer!

– Pero, ¡cómo, Guendalina! ¿Acaso no la tengo? – exclamaba Malagna, escanciándose un vasito de vino.

La mujer, por toda contestación, levantábase del asiento, quitábale de las manos el vaso y tiraba su contenido por la ventana.

– Pero, mujer, ¿por qué haces eso? – gimoteaba él.

Y la mujer replicaba:

– ¡Porque para mí es veneno! ¿Me ves alguna vez que yo me eche un dedito siquiera en el vaso? Si me vieres hacerlo alguna vez, desde ahora te autorizo para que me lo quites y lo tires por la ventana, como acabo yo de hacer. ¿Lo entiendes?

Malagna miraba, mortificado, aunque sonriente, a Berto y a mí, a la ventana y al vaso, y luego decía:

– ¡Dios santo! Pero ¿eres una chiquilla? ¿Qué necesidad hay de que yo emplee nunca la violencia? Pues igual tú, hija mía, con la razón, deberías imponerte el freno…

– ¿Y cómo? – clamaba la mujer- . ¿Teniendo la tentación ante los ojos? ¿Viéndote a ti, que bebes de esa manera y te lo saboreas y lo miras al trasluz para darme dentera? ¡Quita allá! Otro hombre, por no hacerme sufrir…

Y Malagna acabó por no catar el vino, para dar ejemplo de templanza a la mujer y no hacerla sufrir.

En consecuencia…, se entregó al robo… ¡Qué diantre! ¡Algo tenía que hacer!

Sólo que de allí a poco vino a saber que doña Guendalina seguía bebiendo, aunque a hurtadillas. Como si para que el vino no le hiciera daño bastase que el marido no se lo viese beber. Y entonces fue Malagna y volvió a darse a la bebida, aunque fuera de casa, por no mortificar a la mujer.

Y, dicho sea en honor a la verdad, continuó con sus rapiñas. Mas yo sé que él deseaba que la mujer le concediese cierta compensación a los disgustos sin cuento que le daba; a saber: que algún día se decidiese a traerle a este mundo un hijito. ¡Ahí está! Entonces sus robos hubiesen tenido un objeto, una disculpa. ¿Qué no hará un padre por el bien de sus hijos?

Pero la mujer íbase desmejorando de día en día, y Malagna no se atrevía siquiera a expresarle aquel su ardentísimo deseo. Puede que también fuese ella estéril de suyo. Además, ¡había que tratarla con tanto miramiento, atendidos sus achaques! ¿Y si después se le moría de parto? Y había también el riesgo de que no se lograse el vástago.

Así que Malagna se resignaba.

¿Era sincero? No lo demostró bastante con ocasión del tránsito a mejor vida de doña Guendalina. Cierto que la lloró, y mucho, y que siempre la recordó con devoción tan respetuosa, que no quiso poner a otra mujer de calidad en su puesto – ¡eso nunca! – , y muy bien habría podido hacerlo, rico como era; sino que metió en su casa a la hija de un aperador, sanota, garrida, lozana y despierta, y eso únicamente para que no cupiese la menor duda de que podría darle la anhelada prole. Si se adelantó un poquitín el hombre…, hágase cuenta, sin embargo, de que no era ya un pollito, y, por lo tanto, no tenía tiempo que perder.

A Oliva, la hija de Pedro Salvoni, nuestro aperador de Dos Ríos, conocíala yo mucho desde pequeña.

¡Cuántas esperanzas no le hice yo concebir a mi madre, por culpa de Oliva, de que iba a sentar la cabeza y a aficionarme a las cosas del campo! ¡La pobre no cabía en el pellejo de puro alegre! Pero un día tía Escolástica le abrió los ojos.

– Pero ¿no ves, so tonta, cuánto va tu hijo a Dos Ríos?

– Sí, ¡claro! Va para la cosecha de la aceituna. – A lo que va, so boba, es a la busca de una sola: ¡de Oliva!

Mi madre entonces me echó una reprimenda, diciéndome que me guardase mucho de cometer el pecado mortal de hacer caer en tentación y perder para siempre a una pobre muchacha…

Pero no había cuidado. Oliva era honrada, de una honradez inexpugnable, porque tenía su raíz en la conciencia del mal que a sí misma se haría cediendo. Esta conciencia llegaba hasta privaría de todas esas insulsas timideces de los pudores postizos, haciéndola atrevida y arriscado.

¡Cómo se reía! Dos cerezas enteramente eran sus labios. Pues ¡y los dientes! Pero aquellos labios no daban ni un beso. Los dientes, sí, solían arrear algún mordisco; mas era cuando yo la cogía de un brazo y me empeñaba en no soltarla hasta no darle un beso, por lo menos, en el pelo.

Y una moza tan joven y lozana y garrida se había unido con Batta Malagna… Pero ¿quién tiene valor para volver la espalda a los caudales? Sin embargo, Oliva sabía de sobra cómo Malagna se había hecho tan rico. Recuerdo que un día, hablando de esto, lo puso como hoja de perejil, y, no obstante, precisamente por haberse enriquecido se casó con él.

Pasó un año y pasaron dos, y no había ni señales del vástago. Malagna, que estaba firmemente convencido hacía mucho tiempo de que el no haber tenido hijos de la primera mujer debíase a ser ella estéril o a estar siempre achacosa, no tenía ni remotamente el menor recelo de que la cosa pudiese depender de él. Y empezó a darle la matraca a Oliva.

– ¿Nada?

– Nada.

Esperó otro año, el tercero, ¡y que si quieres! Y entonces ya la emprendió con ella a grescas sin miramiento alguno; hasta que por fin, pasado otro año y perdida ya toda esperanza, llegado nuestro hombre al colmo de la desesperación, dio en la flor de maltratarla sin el menor respeto, diciéndole en su cara que con aquella aparente lozanía habíale engañado y requeteengañado; que sólo por tener en ella un hijo habíala encumbrado hasta aquel puesto, que antes ocupaba una señora, una verdadera señora, a cuya memoria, a no ser por eso, nunca hubiera faltado.

La pobre Oliva callaba a todo, sin saber qué decir, y solía venir a casa a desahogarse con mi madre, la cual la consolaba con buenas palabras, exhortándole a no perder del todo la esperanza. ¡Era tan joven!

– ¿Veinte años?

– Veintidós…

– Pues ya ves. Además, se dan muchos casos de tener hijos hasta diez y quince años después de casada. Pero ¿y él? Eso era lo peor; él no era ya un pollo, y quizá él…

Oliva había concebido ya el primer año de casada la sospecha de que, entre él y ella – ¿cómo decirlo?- , la falta podía ser antes de él que suya, por más que Malagna porfiase tan tozudamente, diciendo que no. Pero ¿no se podría hacer la prueba? Era difícil, porque Oliva, al casarse, habíase jurado a sí misma mantenerse honrada, y ni siquiera por asegurar la paz de su casa transigiría con la idea de faltar a ese juramento.

¿Qué cómo sé yo todas estas cosas? ¡Tiene gracia! ¿No he dicho que la moza venía a desahogarse con mi madre, que yo la conocía desde pequeña, y que ahora la veía lamentarse por la indigna conducta y la necia e indignante fatuidad de aquel vejancón?… Y ¿habré de decirlo todo? Pues eso: hubo un «no» muy clarito y muy redondo.

No tardé en consolarme del desaire. ¡Tenía yo entonces – o creía tener, que es lo mismo-  muchas cosas en la cabeza! Y tenía también dinero de sobra, que – amén de otras cosas-  también sugiere ciertas ideas que sin él no se tendrían. Dicho sea de pasada, me ayudaba muy bien a gastarlo Jerónimo Pomino, que jamás andaba bien de fondos, debido a la prudente parsimonia paterna.

Mino era como nuestra sombra, de Berto y mía, alternativamente, y su ser cambiaba con maravillosa facultad simiesca, según que anduviese con Berto o conmigo. Cuando se apegaba a Berto, convertíase como por ensalmo en un pisaverde, y entonces su padre, que también tenía humos de elegancia, aflojaba un poco la bolsa. Sólo que con Berto no hacía muy buenas migas. Al verse imitado hasta en el modo de andar, mi hermano perdía enseguida la paciencia, quizá por temor al ridículo, y empezaba a tratar con malos modos a Pomino, hasta que se lo quitaba de encima. Y entonces Mino volvía a pegárseme a mí, y volvía su padre a echarle un nudo a la bolsa.

Yo lo aguantaba con paciencia, porque con frecuencia me daba por tomarlo de zarandillo. De lo cual me arrepentía luego. Reconocía haberme excedido por su culpa en alguna empresa, o violentado mi temperamento, o exagerado mis sentires, por el afán de deslumbrarlo y hacerle caer en algún mal paso, del cual sufría yo después, naturalmente, las consecuencias.

Ahora bien: cierto día, estando de caza, Mino, a propósito de Malagna, cuyas proezas con la costilla habíale yo contado, me dijo que él había visto una moza, hija de una prima del tal Malagna, por la cual sería muy capaz de hacer alguna burrada. ¡Como capaz sí que lo era! Tanto más, cuanto que la chica no parecía arisca. Lo malo era que hasta entonces no había encontrado medio ni siquiera de hablarle.

– ¡Eso será que te ha faltado valor! – le dije yo riendo.

Mino replicóme que no era así; pero se puso muy colorado.

– He hablado, sin embargo, con la criada – apresuróse a añadir- , y ¡me ha contado unas cosas, chico! … Me ha dicho que el Malaño está siempre metido en su casa, y que le da eso mala espina, y que no tendría nada de particular que anduviera tramando alguna bellaquería contra la muchacha, de acuerdo con su prima, que es una bruja.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues, hombre, cuenta la criada que el tío va allí a lamentarse de lo desgraciado que es con la falta de sucesión. Y la vieja, que tiene muy mal genio, le replica que le está muy bien empleado. Según parece, al quedarse viudo Malagna hubo de metérsela a la vieja en la cabeza la idea de casarlo con su hija, haciendo cuanto pudo y estuvo en su mano para salirse con la suya, y que luego, al verse chasqueada, empezó a ponerlo de chupa de dómine, llamándole zopenco, enemigo de los parientes y traidor a su propia sangre, emprendiéndola también con la hija por no haber sabido echarle el gancho. Por fin, ahora que el viejo se muestra tan arrepentido de no haber hecho feliz a la sobrina, ¡quién sabe qué otra perfidia traerá entre manos esa bruja!

Yo me tapé los oídos con las manos, y le dije a Mino:

– ¡Calla, hombre!

Aunque no aparentemente, en el fondo, ya veis si era yo ingenuo en aquel tiempo. Sin embargo – enterado como estaba de las escenas de que había sido y seguía siendo teatro la casa de Malagna- , pensé que no tendría nada de extraño que no anduviese descaminada la recelosa criada, y formé propósito de procurar enterarme a fondo de todo, por el bien de Oliva. Pedíle a Mino las señas de la bruja. Diómelas él, rogándome que le sirviese de valedor con la moza.

– ¡No lo dudes! – respondíle- . La chica es para ti, ¡qué diantre!

Y al otro día, con el pretexto de una letra de cambio que por casualidad había sabido aquella mañana de labios de mi madre que vencía aquel día mismo, fuíme a ver si encontraba a Malagna en casa de la viuda de Pescatore.

Llegué allá corriendo, y entré en la casa todo sofocado y sudoroso.

– ¡Malagna, esta letra!

Si no hubiera yo sabido que él no tenía la conciencia tranquila, indudablemente lo habría comprendido aquel día, al verlo ponerse en pie de un salto pálido, demudado, y balbuciendo:

– ¿Qué… qué… letra?

– Pues ésta, que vence hoy… Me mandó a buscarle mi madre, que se hallaba muy preocupada con ella.

Batta Malagna dejóse caer en la silla, desahogando en un “¡Ah!” interminable todo el susto que por un instante sintiera.

– ¡Caramba…, si ya está arreglado! … ¡Caramba, y qué sobresalto! … Está renovada, ¿eh?, por tres meses, pagando los réditos, como es natural. ¿Y por tan poca cosa has dado esta carrera?

Y se echó a reír, con aquella su risa acompañada del temblequeo de la tripa; me invitó a sentarme, y me presentó a las mujeres.

– Matías Pascal. Mariana Dondi, viuda de Pescatore, mi prima. Romilda, mi sobrina.

Se empeñó en que bebiese algo para que se me pasase el sofocón de la carrera.

– Romilda, haz el favor, hija…

Como si estuviese en su casa.

Romilda se levantó, mirando a su madre para consultarla, y luego, no obstante mis protestas, salió de la sala y volvió a poco con una bandeja, en la que traía un vasito y una botella con vermú. De pronto, al ver aquello, levantóse enojada la madre, diciéndole a la chica:

– ¡No, hija! ¡No me has comprendido! Dame acá.

Quitóle la bandeja de las manos y fuése, volviendo a poco con otra, de laca, nueva y flamante, y en ella una magnífica jarra de rosoli representando un elefante plateado, con un frasquito de cristal en la grupa y muchos vasitos pequeños colgándole todo alrededor y armando un alegre tintineo.

Yo hubiera preferido el vermú; pero apechugué con el rosoli. Bebieron también Malagna y la madre. Romilda se abstuvo.

No estuve allí mucho tiempo aquella primera vez, a fin de tener un pretexto para volver por la casa. Dije que tenía prisa por ir a tranquilizar a mi madre, tocante a la letra, y que ya volvería por allí dentro de unos días a disfrutar con más espacio de la compañía de las señoras.

A juzgar por el talante con que me saludó, no me pareció que a Mariana Dondi, viuda de Pescatore, la hiciese muy feliz el anuncio de otra visita mía; apenas si me dio la mano, una mano seca, sarmentosa y amarillenta, a la vez que bajaba los ojos y apretaba los labios. De todo ello compensóme la hija con una simpática sonrisa, prometedora de acogida cordial, y con una mirada, dulce y triste a un tiempo, de aquellos ojos suyos, que no bien la vi al entrar, hicieron tanta mella en mi ánimo; ojos de un extraño color verde, intensos, profundos, sombreados por larguísimas pestañas; ojos nocturnos, entre dos crenchas de pelo negro como el ébano, a ondas, que le bajaban por la frente y las sienes, como para que resaltase más la viva albura de la tez.

La casa era modesta; pero ya entre los muebles viejos se veían otros nuevecitos, presuntuosos e hinchados en la ostentación de su novedad harto llamativa, como, por ejemplo, dos grandes quinqués de mayólica, todavía intactos, con pantallas de cristal esmerilado, de extraña traza, encima de una humildísima ménsula del piano, de mármol amarillento, sobre el cual campeaba un tétrico espejo de marco redondo, lleno de desconchones, y que parecía, en medio de la sala, abrirse cual bostezo de hambriento. Había, además, delante del diván aquél tan derrengado, una mesita con las cuatro patas doradas, y el piano, de porcelana de vivos colores, y también un armario de pared, de laca japonesa. Malagna fijaba la vista en estos trastos nuevos con evidente placer, cual antes la fijara en la magnífica resolera llevada en triunfo por su prima.

Las paredes de la sala estaban casi todas tapizadas de estampas antiguas y nada feas, alguna de las cuales me la hizo admirar Malagna, diciéndome que era obra de Francisco Antonio Pescatore, su primo, grabador meritísimo – que murió loco en Turín- añadió por lo bajo- , y cuyo retrato se empeñó también en enseñarme.

– Se lo hizo él mismo, con sus propias manos, delante del espejo.

Debo declarar que yo, poco antes, mirando a Romilda y luego a la madre, me había hecho esta reflexión: “¡Se parecerá al padre!» Pues bien: ahora, frente al retrato, no sabía ya a qué atenerme.

No quiero aventurar suposiciones injuriosas. Considero, a decir verdad, capaz de todo a Mariana Dondi, viuda de Pescatore; pero ¿cómo pensar que pudiera haber habido un hombre, y guapo por añadidura, capaz de enamorarse de ella? A no ser que estuviera loco, más loco que el marido.

Referíle a Mino mis impresiones de aquella primer visita, y le hablé de Romilda con tal calor de admiración, que al punto se entusiasmó, muy alborozado al ver que también a mí me había gustado la chica sin reservas.

Le pregunté entonces que cuáles eran sus intenciones; la madre, en verdad, tenía toda la facha de una bruja; pero lo que es la hija aseguraría yo que era honrada. No cabía duda alguna respecto a las odiosas miras de Malagna, por lo que había que proveer cuanto antes a salvar a la muchacha.

– ¿Y cómo? – preguntóme Pomino, que estaba pendiente de mis labios.

– ¿Que cómo? Ya veremos. Lo primero que hay que hacer es enterarse de muchas cosas; ir al fondo de la cuestión y estudiarla bien. Ya comprenderás que no se puede tomar una resolución así tan de súbito. Déjalo a mi cuidado, que yo te ayudaré. Me place esta aventura.

– Sí…; pero… – objetóme Pomino, tímidamente, con sus asomos de alarma ante mi entusiasmo-  ¿Quieres decir que me convendría… casarme con ella?

– No, hombre; no digo eso, por ahora. ¿Tienes miedo quizá?

– No. ¿Por qué?

– Porque corres demasiado, amigo Mino. Ándate con más calma y recapacita. Si llegamos a poner en claro que la chica es verdaderamente como debe ser: buena, juiciosa, virtuosa – guapa sí lo es, de eso no hay duda, y a ti te gusta, ¿no?- ; bueno; pues supongamos ahora que verdaderamente se halle expuesta, por culpa de la maldad de la madre, a un gravísimo peligro, a un atropello, a una venta infame: ¿te quedarías corto ante un acto meritorio, ante una obra santa de salvación?

– ¡Yo no…, yo no! – exclamó Pomino- . Pero ¿y mi padre?

–  ¿Se opondría? ¿Y por qué razón? Por la dote, ¿verdad? Sólo sería por eso, ya que ella, como te he dicho, es hija de un artista meritísimo, aunque pobre, muerto en Turín… Pero tu padre es rico, y no tiene más hijo que tú; así que bien puede darte gusto sin reparar en la dote. ¿Que a pesar de todo tú no logras convencerle por las buenas? Pues no te apures, hombre, que con levantar el vuelo del nido ya está todo arreglado. ¿O es que tienes el corazón de trapo?

Echóse a releer Pomino, y yo entonces le demostré cómo dos y tres son cinco que había nacido para casado, como se nace poeta. Le describí con vivos y atrayentes colores la felicidad de la vida conyugal con su Romilda; el cariño, las atenciones, la gratitud que ella había de tener para con él, como salvador suyo. Y para terminar, le dije:

– Ahora tú debes atinar con el modo y la manera de hacer que ella se fije en ti y de hablarle o escribirle. Mira, quizá en este momento una cartita tuya pudiera servirle de áncora de salvación en el apuro en que se encuentra, como mosca a la que acecha la araña. Yo, por mi parte, frecuentaré la casa, estaré ojo avizor, y aprovecharé la primera ocasión que se presente para llevarte allá. ¿Estamos de acuerdo?

– De acuerdo.

– ¿A qué venían esas ansias mías por casar a Romilda?… A nada. Principalmente procedía así por el gusto de embrollar a Pomino. Hablaba yo por los codos y allanaba todas las dificultades. Por aquel entonces era un muchacho vehemente y todo lo miraba a la ligera. Quizá ésta fuese la razón de que tuviera tanto partido con las hembras, no obstante aquel ojo, que ya dije que tenía un poco extraviado, y mi poca estatura. Aunque en aquella ocasión – dicho sea en honor a la verdad-  aquellos ardores míos tenían también su raíz en mi afán de deshacer la tela de araña urdida por el vejancón y dejarlo con dos palmos de narices, en mi afecto a la pobre Oliva, y también – ¿por qué no decirlo?-  en mi esperanza de hacerle un bien a aquella moza, que de veras había hecho una gran mella en mi ánimo.

¿Qué culpa tengo yo de que Pomino ejecutase con demasiada timidez mis prescripciones? ¿Qué culpa tengo tampoco de que Romilda, en vez de enamorarse de Pomino, se enamorase de mí, siendo así que yo siempre le estaba hablando de él? ¿Ni qué se me puede echar en cara finalmente si la perfidia de Mariana Dondi llegó hasta el extremo de hacerme creer a mí que yo, en poco tiempo, me había dado traza de disipar sus recelos y obrar un milagro: el de moverla más de una vez a risa con mis salidas y ocurrencias? Poco a poco fui viéndola deponer las armas; me recibía con mucho agrado, y hube de pensar que ella, al considerar que se le había metido por las puertas de su casa un chico rico – yo me creía rico todavía-  y que daba inequívocas muestras de estar enamorado de su hija, desistió definitivamente de su inicua idea si alguna vez la tuvo. Porque, lo confieso, llegué hasta ponerlo en tela de juicio.

Cierto que habría debido reparar en la circunstancia de no haberme tropezado nunca en aquella casa con Malagna, y que el recibirme ella siempre de mañana no dejaba de tener su intríngulis. Pero ¿quién reparaba en pelillos? Además, que era muy natural aquello; pues yo, a fin de disfrutar de más libertad, siempre andaba proponiendo jiras campestres, que suelen llevarse a cabo, por lo general, por las mañanas. Aparte de que yo también me había enamorado de Romilda, con todo y seguir ponderándole a la moza el amor que por ella sentía Pomino; pero enamorado como un loco de sus ojazos, de su naricilla, de su boca, de todo lo suyo, incluso de una verruga que tenía en el cuello, por detrás, y hasta de una cicatriz, casi invisible, que tenía en una mano, y que yo no me hartaba de besuquear locamente por cuenta de Pomino.

Y, sin embargo, quizá no hubiera ocurrido nada grave si cierta mañana Romilda estábamos en La Cabaña y habíamos dejado a su madre admirando el molino- , de repente, renunciando a aquella broma, demasiado pesada ya, de su tímido amante lejano, no hubiese roto en un arrechucho de llanto y no me hubiese echado los brazos al cuello, conjurándome toda trémula a que tuviese de ella piedad, y que me la llevase, fuere como fuere, siempre que fuere lejos, muy lejos de aquella casa, y de su madre y de todos, volando, volando, volando…

¿Cómo iba yo a llevármela así, de repente, tan lejos?

Después de aquella escena, sí, durante varios días, busqué el modo de hacerlo resuelto a todo honradamente. Y ya empezaba a hacerle las entrañas a mi madre para la noticia de mi próximo casamiento, inevitable ya por motivos de conciencia, cuando, sin saber por qué, hube de recibir una carta muy seca de Romilda, diciéndome que no me volviese a acordar del santo de su nombre ni pusiese más los pies en su casa, y que de allí en adelante tuviese por definitivamente terminadas nuestras relaciones.

¿Qué había sucedido?

Aquel mismo día, Oliva, hecha un mar de lágrimas, estuvo en casa a participarle a mi madre que era la mujer más desgraciada de este mundo, y que en su casa se había acabado para siempre la tranquilidad. Su marido había logrado hacerse con la prueba de no ser él el culpable de que no tuvieran sucesión, y había ido a comunicárselo muy ufano y triunfal.

Halleme yo presente en aquella escena. No sé cómo pude contenerme. Me reprimí por respeto a mi madre. Sofocado de cólera y náusea, corrí a encerrarme en mi cuarto, y solo allí, con las manos hundidas en el pelo, me preguntaba cómo había podido Romilda, después de cuanto había sucedido entre nosotros, prestarse a tamaña ignominia. ¡Ah, digna hija de tal madre! ¡No sólo habían engañado bellacamente al viejo, sino que además habíanme engañado también a mí, a mí! ¡Y cómo se había servido también la madre vituperablemente de mí para el logro de sus infames designios, de su ladrona intención! ¡Y entretanto, la pobre de Oliva desgraciada para siempre! …

A primera hora de la tarde salí, furioso todavía, y tomé el camino de la casa de Oliva. Llevaba en el bolsillo la carta de Romilda.

Oliva, hecha un mar de lágrimas, estaba recogiendo sus prendas de vestir; tenía resuelto irse a vivir con su padre, al que hasta entonces, por prudencia, no le había dicho ni palabra de cuanto sufría en el matrimonio.

– Pero ahora, ¿qué recurso me queda? – díjome- . Ahora ya se acabó. ¡Si siquiera se hubiera liado con otra, todavía! …

– ¿Pero tú sabes – le pregunté-  con quién se ha liado?

Inclinó varias veces la cabeza entre sollozos, y cubrióse la cara con las manos.

– ¡Con una chiquilla! – exclamó luego, alzando los brazos- . ¡Y la madre! ¡La madre! De acuerdo con él, ¿comprendes? ¡Su propia madre! – ¿Y a mí me lo dices? – exclamé yo- . Toma, lee.

Y le mostré la carta.

Oliva la miró como alelada; cogióla y me preguntó:

– ¿Qué dice aquí?

Apenas sabía de letra. Con los ojos preguntóme si tenía que hacer un esfuerzo por leerla en aquellas circunstancias.

– Lee – insistí yo.

Y entonces ella se enjugó los ojos, desdobló la misiva y se puso a deletrearla muy despacito, marcando las sílabas. No bien hubo leído las primeras palabras, corrió los ojos a la firma y quedóseme mirando maravillada:

– ¿Tú?

– Trae acá – le dije- , y te la leeré de cabo a rabo.

Pero ella apretujó la carta contra su pecho.

– No – gritó- . No te la doy. ¡Esta me va a valer a mí ahora!

– ¿Y para qué puede servirte? – preguntéle sonriendo amargamente- . ¿Piensas acaso enseñársela a tu marido? En toda esta carta no hay ni una sola palabra que pudiera darle pie para creer otra cosa de lo que él quiere. ¡Se la han jugado de puño, Oliva!

– ¡Es verdad! ¡Es verdad! – gimió ella- . ¡Como que se vino hacia mí metiéndome las manos por los ojos y diciéndome a gritos que me guardase mucho de poner en entredicho la honradez de su sobrina!

– ¡Claro! – díjele yo riendo amargamente- . ¿Lo estás viendo? Tú no puedes ya conseguir nada negando. ¡Debes guardarte bien de eso! Lo que debes hacer, por el contrario, es decirle que sí, que es verdad, pero una verdad como un templo que él puede tener hijos…, ¿comprendes?

Mas ¿por qué, un mes próximamente después de estos acontecimientos, hubo el tal Malagna de darle una tunda, furioso, a su mujer, y de entrarse, echando todavía espumarajos por la boca, por la puerta de mi casa, diciendo a grito pelado que exigía inmediatamente una reparación por haberle yo deshonrado y hecho desgraciada a una sobrina suya, una pobre huérfana? Añadió que de buena gana se hubiera callado, por no dar un escándalo, pues movido de piedad hacia aquella pobrecilla, no teniendo él hijos, había resuelto considerar a la criatura, desde punto y hora que naciera, como cosa suya; pero que ahora, que por último había querido el Señor darle el consuelo de tener un hijo legítimo en su propia mujer, no podía ya en conciencia, ni de ningún modo, hacer también veces de padre con el que diera a luz su sobrina.

– ¡Que provea Matías al daño y lo repare! – concluyó congestionado de puro colérico- . ¡Pero en seguidita! ¡Y que no me obliguen a hablar más claro o hacer alguna sonada!

Al llegar a este punto recapacitemos un poco. Yo las he visto en mi vida muy gordas. Pasar por necio o por… algo peor no sería para mí, en el fondo, ningún menoscabo. Ya – lo repito-  estoy como fuera de este mundo y de todo se me da un ardite. Así que si al llegar a este punto siento el antojo de recapacitar un poco es sólo por la lógica.

Paréceme evidente que Romilda no debió de hacer nada malo, por lo menos para inducir a error al tío. De otro modo, ¿por qué la hubiera emprendido Malagna de pronto con su mujer a puñadas, recriminándola de esa guisa por su traición, ni acusándome a mí en presencia de mi madre de haber inferido irreparable ofensa a la honestidad de su sobrina?

Con efecto, sostiene Romilda que, a raíz de nuestra jira a La Cabaña, habiéndole confesado ella a su madre el amor que ya la ligaba irremediablemente a mi persona, aquélla se puso hecha una furia y le dijo que jamás en la vida consentiría en que se casara con un gandul como yo, que ya estaba con un pie al filo del precipicio. Pero puesto que espontáneamente habíase inferido ella a sí misma el peor daño que puede hacerse una soltera, no le quedaba otro recurso a su previsora madre que sacar el mayor provecho posible de lo sucedido. Fácilmente déjase entender lo que decir quería con eso. Llegado que hubo, a la hora de costumbre, Malagna, salióse ella de la habitación con una excusa y dejó a la muchacha a solas con el tío. Y entonces ella, Romilda, llorando – según dice-  a lágrima viva, echóse a los pies del pariente, dióle a entender su desgracia y lo que la madre exigiera de ella, conjurándolo a interponerse entre ambas y a exhortar a la madre para que le diese mejores consejos, puesto que ella era ya de otro, al que quería mantenerse fiel.

Enternecióse Malagna, pero hasta cierto punto. Díjole que todavía era menor de edad, por lo que se hallaba bajo la potestad de su madre, la cual, a quererlo, podía proceder contra mí judicialmente; que tampoco él, en conciencia, era partidario de que ella se casara con un haragán de mi calibre, derrochón y atolondrado, por lo que no había de aconsejárselo, naturalmente, a mi madre; añadió que era menester que sacrificase algo en atención al justo y maternal enojo materno, porque después de todo, eso había de ser luego su suerte; y terminó diciendo que él no podía hacer en resumidas cuentas otra cosa que proveer – a condición de que todo quedase en el mayor secreto-  a la mantenencia del vástago esperado; hacer para con él veces de padre, ya que no tenía hijos y llevaba tanto tiempo deseándolos.

¿Cabe – pregunto yo-  mayor honradez? Todo cuanto le había robado al padre se lo devolvería al hijo. Tal era su plan. ¿Qué culpa tiene él de que yo… luego…, ingrato y descastado, fuera a aguarle la fiesta? ¡Dos no, hombre! Dos se le antojaron demasiado, quizá porque habiendo contraído ya Roberto, como dije, un casamiento ventajoso, pensó que no le había hecho tanto daño en sus intereses como para tener que hacer otra restitución por él.

En resumidas cuentas, que está claro que, encontrándome en medio de gente honrada, yo era el único autor de tanto mal. Y que, por consiguiente, debía repararlo.

Al principio me negué airadamente. Luego, ablandado por las súplicas de mi madre, que ya veía el desastre que nos aguardaba y esperaba que yo podría salvarme de él, en cierto modo, casándome con la sobrina de su enemigo, cedí y me casé.

Sobre mi cabeza cerníase, terrible, la cólera de Mariana Dondi, viuda de Pescatore.

In Italiano – Il fu Mattia Pascal
In English – The late Mattia Pascal

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