El difunto Matias Pascal – Capitulo 2 – Premisa segunda (filosófica). A modo de disculpa

In Italiano – Il fu Mattia Pascal
In English – The late Mattia Pascal

El difunto Matias Pascal - Capitulo 2

El difunto Matias Pascal
Capitulo 2
Premisa segunda (filosófica). A modo de disculpa

La idea, o más bien, el consejo de que cogiese la pluma débolo a mi reverendo amigo don Eligio Pellegrinotto, que actualmente está encargado de los libros de monseñor Boccamazza, y al cual le haré entrega de mi manuscrito no bien le haya dado remate, si es que lo consigo.

Lo escribo aquí, en la iglesita secularizada, a la luz que entra del farol de allá arriba, de la cúpula; aquí, en el ábside, reservado al bibliotecario, y cerrado por una cancela baja de madera con columnitas, mientras don Eligio echa el bofe cumpliendo la misión que heroicamente se ha impuesto de poner un poco de orden en esta verdadera Babel de libros. Me temo que no llegue a lograrlo nunca. Ninguno hasta él habíase preocupado de indagar, por lo menos a bulto, echando una ligera mirada a los lomos, qué clase de libros dejárale Monseñor al Municipio; suponíase buenamente que todos, o casi todos ellos, tratarían de asuntos religiosos. Pero hete aquí que Pellegrinotto ha descubierto, para mayor consuelo suyo, una grandísima variedad de materias en la biblioteca de Monseñor; y como los libros los cogieron a ojo acá y allá en el almacén y los fueron apilando aquí, según se venían a las manos, la confusión es indescriptible. Por razón de vecindad se han establecido entre estos libros amistades sobremanera extrañas; y en una ocasión costó a don Eligio no poco trabajo apartar de un tratado harto licencioso: Del arte de amar a las damas (libros III, de Antón Muzio, por año 1571), una Vida y muerte de Faustino Materucci, benedictino de Polirone, tenido por algunos en opinión de santo (biografía editada en Mantua, 1625). Por causa de la humedad habíanse unido fraternalmente unas con otras las pastas de entrambos volúmenes, siendo de notar que en el libro II del tratado se diserta largo y tendido acerca de la vida y lances monacales.

Don Eligio Pellegrinotto, encaramado todo el día en una escalera de lampistero, suele pescar en las tablas de la biblioteca no pocos de estos libros curiosos y amenísimos. Cuando da con uno así, lo arroja desde lo alto sobre la mesa grande que hay en el centro. Al choque retumba la iglesia entera, y se levanta una nube de polvo, de la cual salen huyendo azoradas dos o tres arañas. Yo acudo desde el ábside, saltándome a piola la cancela; empiezo por darles caza con el libro mismo a las arañas, a lo largo de la polvorienta mesa, y luego abro el libro y me pongo a hojearlo.

De esta suerte, poco a poco, he ido cobrándoles afición a estas lecturas. Ahora don Eligio me dice que debería pergeñar mi libro siguiendo el modelo de los que él va desenterrando en la biblioteca; esto es, dándoles su mismo particular sabor. Pero yo me encojo de hombros y le respondo que ésa no es empresa para mí. Y que me importan más otras cosas.

Todo sudoroso y cubierto de polvo, baja don Eligio de la escalera, y, por lo común, sale a respirar un poco de aire al huertecillo que se ha dado maña en apañar aquí, a espaldas del ábside, sostenido a trechos por estacas y puntales.

– Reverendo amigo – dígole yo, sentado en el poyo, con la barba apoyada en el puño del bastón, mientras él anda cuidando sus berzas- , no me parece que sea ya tiempo el que corre de escribir libros, ni siquiera de escribirlos por broma. En relación con la literatura, como con todo lo demás, tengo que repetir mi habitual estribillo: ¡Maldito sea Copérnico!

– Hombre, ¿y qué tiene que freír en esto Copérnico?-  exclama don Eligio, irguiendo el busto, con la cara que le echa fuego bajo el sombrero de paja.

– Pues sí que tiene que freír, don Eligio. Porque, cuando la Tierra no giraba…

– ¡Y dale! ¡Pero si ha girado siempre!

– No, señor, no ha girado, porque el hombre no lo sabía, y, por lo tanto, era como si no girase. Además, que usted no puede poner en tela de juicio lo de que Josué detuvo al Sol. Pero dejemos esto a un lado. Digo que, cuando la Tierra no giraba, y el hombre, vestido de griego o de romano, hacía en ella tan gallarda figura y tenía tan alta opinión de sí mismo y se recreaba tanto en su propia dignidad, me parece lógico que pudiese encontrar gusto en la lectura de una narración minuciosa y llena de pormenores ociosos. ¿Dice o no dice Quintiliano, como usted mismo me ha enseñado, que la Historia, debía escribirse para contar y no para probar nada?

– No lo niego – responde don Eligio- ; mas también es verdad que jamás se han escrito libros tan prolijos y hasta minuciosos en los más recónditos pormenores como desde que, según usted dice, rompió la Tierra a girar.

– ¡Y tanto como es así! El señor conde levantóse temprano, a las ocho y media en puntoLa señora condesa se puso un traje lila con rica guarnición de encaje en el descoteTeresita moríase de hambreLucrecia sentía vértigos de amor… ¡Por Dios vivo! ¿Qué puede importarle a uno todo eso? ¿Vivimos o no vivimos encima de una peonza invisible, a la que da cuerda un hilo de sol; en un granito de arena enloquecido que da vueltas y más vueltas, sin saber por qué, ni llegar nunca a ninguna parte, cual si tuviese gusto en girar así, para hacernos sentir ya un poco más de calor, ya un poco más de frío, y hacernos morir – por lo general con la conciencia de haber cometido una serie de menudas simplezas-  a la cincuenta o sesenta de sus volteretas? Copérnico, Copérnico, don Eligio mío, ha echado a perder a la Humanidad irremisiblemente. Ahora ya todos nos hemos ido acomodando poco a poco al nuevo concepto de nuestra pequeñez infinita, acostumbrándonos a considerarnos poco menos que si no pintáramos nada en el Universo, con todos nuestros flamantes descubrimientos e invenciones; ¿y qué valor quiere usted que tengan las noticias, no digo ya de nuestras particulares miserias, sino hasta de las públicas calamidades? Historias de gusanillos son ahora las nuestras. ¿Se enteró usted de aquel desastre sin importancia de las Antillas? La Tierra, harta la pobre de dar vueltas sin objeto alguno, hizo un ligero movimiento de impaciencia y echó un poquito de fuego por una de sus numerosas fauces. ¡Quién sabe por qué causa se le habría formado aquella bilis! ¡Quizá por culpa de la necedad de los hombres, que nunca como ahora fueron molestos! El caso es que hubo muchos miles de gusanillos torrados; pero no pasó más. Y todo siguió adelante.

Don Eligio Pellegrinotto me observa que, sin embargo, por más esfuerzos que hagamos con la mira cruel de borrar, de destruir las ilusiones que la próvida Naturaleza nos ha infundido para nuestro bien, no lo conseguiremos. Por fortuna, el hombre olvida fácilmente el concepto de su pequeñez.

Así es la verdad. Nuestro Municipio, ciertas noches marcadas en el calendario, no manda encender los faroles, y con frecuencia, cuando está nublado, nos deja a oscuras.

Eso quiere decir en el fondo que a veces también nosotros los de este pueblo seguimos creyendo que la Luna no está en el cielo para otra cosa sino para alumbrarnos de noche como el Sol de día y las estrellas para recrearnos la vista con su magnífico espectáculo. Sí, señor. Y solemos olvidarnos con gusto de que somos átomos infinitesimales para tirarnos los trastos a la cabeza por una pulgada de terreno o lamentarnos de cosas que, si verdaderamente estuviésemos penetrados de lo que somos, deberían parecernos menudencias incalculables.

Pues bien; en atención a ese olvido providencial, a más de la singularidad de mi caso, voy a hablar de mí, aunque lo más brevemente que me sea posible, no exponiendo otros pormenores que los que juzgue necesarios.

Algunos de ellos, seguramente, no han de hablar mucho en mi favor; mas yo me encuentro ahora en una situación tan excepcional que puedo considerarme como borrado ya del mundo de los vivos, y, por consiguiente, sin los miramientos ni escrúpulos de rúbrica.

Empecemos.

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