El difunto Matias Pascal – Capitulo 12 – El ojo y Papiano

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El difunto Matias Pascal - Capitulo 12

El difunto Matias Pascal
Capitulo 12
El ojo y Papiano

– ¡La tragedia de Orestes en un teatrillo de fantoches! – vino a anunciarme el señor Paleari – . Fantoches automáticos, de nueva invención. Esta noche, a las ocho y media, en la calle del Prefetti, número cincuenta y cuatro. Sería cosa de ir allá. ¿No le parece, señor Meis?

– ¿La tragedia de Orestes?

– ¡La misma! Doña Apres Sophocle, dice el prospecto. Supongo que será la Electra. Y oiga usted la idea tan peregrina que se me ha ocurrido. Si en el momento culminante, es decir, cuando el fantoche que representa a Orestes está a punto de vengar en Egisto y en su madre la muerte del padre, se abriese una brecha en el cielo de papel del teatrillo, ¿qué pasaría? Diga usted.

– No atino – respondíle, encogiéndome de hombros.

– Pues es muy fácil, señor Meis. Pasaría que Orestes se quedaría terriblemente desconcertado a la vista de aquel desgarrón del cielo.

– ¿Y por qué?

– Déjeme hablar. Orestes seguiría animado de sus impulsos de venganza, y con delirante afán querría ponerlos por obra; pero, a pesar suyo, se le irían los ojos tras de aquel agujero, por el cual bajarían ahora a la escena toda suerte de malos influjos, y al pobre concluirían por caérsele los brazos. Es decir, que Orestes se convertiría en un Hamlet. Toda la diferencia entre la tragedia antigua y la moderna consiste en eso; no le dé usted vueltas, señor Meis: en una brecha abierta en un cielo de papel.

Y después de endilgarme ese razonamiento, fuese, arrastrando sus chanclas. Desde las brumosas cumbres de su abstracción, dejaba caer así de cuando en cuando el señor Paleari, en forma de aludes, sus peregrinos pensamientos. La razón, el nexo y oportunidad de los mismos quedábanse allá arriba, en las nubes, y esa era la causa de que sus oyentes se quedasen con frecuencia en ayunas de lo que quería decir.

La imagen del fantoche de Orestes, desconcertado a vista de aquel desgarrón del cielo, quedóseme, sin embargo, grabada para largo rato en la memoria. Hubo un momento en que suspiré: «¡Dichosos los fantoches, sobre cuyas cabezas de palo se conserva el cielo tan lisito! ¡Ni perplejidades angustiosas, ni timideces, ni estorbos, sombras o piedad! ¡Nada! Y pueden aguardar tranquilamente a cobrarle afición a su comedia, y a quererse y estimarse a sí propios, sin jamás sufrir vértigos ni mareos, ya que ese cielo es un techo proporcionado a su estatura y sus acciones.”

«Y el arquetipo de estos fantoches, mi querido don Anselmo – seguí pensando- , en su misma casa lo tiene usted, en la persona de su indigno yerno Papiano. ¿Quién más pagado que él de ese cielo de papel, tan bajito, que tiene encima, cómoda y plácida mansión de ese Dios proverbial, de manga ancha, pronto siempre a hacer la vista gorda y echar la absolución; de ese Dios que repite soñoliento a cada bellaquería: «Ayúdate, que Yo te ayudo»? Y no cabe negar que sí que le ayuda en todas formas a su Papianito. La vida le resulta a éste un juego de habilidad. ¡Y cómo disfruta metiéndose en camisa de once varas! ¡Y qué alegre, y bullidor, y dicharachero es el tal Papiano de mis culpas!” Frisaba Papiano en los cuarenta, y era alto de estatura y doblado de miembros; un poco calvo; con unos bigotazos entrecanos, que le arrancaban de la misma nariz, de temblonas aletas; y tenía los ojos grises, agudos y vivarachos, como las manos. Lo veía todo, y todo lo tocaba. Mientras estaba, por ejemplo, hablando conmigo, notaba, no sé por qué artilugio, que Adriana andaba detrás de él, ocupada en limpiar y volver a su sitio algún objeto de la habitación, y en seguida exclamaba: “¡Usted perdone!”

Y derecho como una flecha, íbase a Adriana y le quitaba de las manos lo que fuera: – No, hija. Esto se hace así.

Y lo limpiaba él, y volvía a colocarlo en su sitio; y luego venía y seguía hablándome como si tal cosa.

Otras veces advertía que su hermano, que padecía de convulsiones epilépticas, estaba con el aura, y en seguida corría a auxiliarlo, y la emprendía con él, dándole sopapos en los carrillos y papirotazos en la punta de la nariz:

– ¡Escipión! ¡Escipión!

O se ponía a soplarle en la cara, hasta que el otro volvía en sí.

¡Quién sabe cuánto me hubiera divertido en aquella casa, de no haberse atravesado por medio aquel maldito secreto de mi personalidad!

El condenado de Papiano hubo de olérselo desde el primer día; y desde aquel punto y hora empezó a tratarme con muchos miramientos y empleando unas atenciones que iban todas encaminadas a tirarme de la lengua. Yo di en la flor de figurarme que cada palabra suya, hasta la más inocente, era un pretexto para hacerme hablar, un lazo que me tendía. No quería, sin embargo, dejar traslucir la menor desconfianza, por no dar pábulo a sus sospechas; pero, a pesar de todo, no podía disimular por completo la contrariedad que me causaba aquella manera que él tenía de tratarme, cual oficioso espía.

Esa contrariedad procedía también de otras dos causas internas y secretas. Era una el que yo, con todo y no haber cometido nunca una mala acción ni héchole a nadie el menor daño, tenía que andar siempre con escama y recelo, como si no tuviera la conciencia tranquila. La otra no quería confesármela ni a mí mismo, y por eso, precisamente, me irritaba más y sacaba de quicio a la sordina.

– ¡Vamos, hombre! ¡No seas, idiota! Despeja el campo y quítate de encima a ese moscón.

Pero no despejaba el campo; no me iba, porque no podía irme.

Aquella lucha que sostenía conmigo mismo por no darme por enterado de lo que por Adriana sentía, impedíame recapacitar sobre las consecuencias de mi anormalísima posición frente a tal sentimiento. Y me estaba las horas muertas en perplejo, comido de tedio y de asco de mí mismo, mejor dicho, en un continuo orgasmo, por más que procurase disimularlo y hasta mostrarme alegre.

Aun no había logrado sacar nada en claro de lo que descubriera aquella noche escondido tras la persiana. Parecíame que la mala impresión que de mi persona recibiera Papiano por los informes de la pianista se hubiera desvanecido al conocerme. Cierto que no me dejaba en paz, molestándome cuanto podía; pero hacíalo como si no tuviese más remedio, y no con la secreta intención de botarme de la casa, sino todo lo contrario. ¿Qué andaría urdiendo? Desde su regreso, había vuelto Adriana a las melancolías y esquiveces de marras. La pianista hablábale de usted a Papiano delante de la gente, pero él, en cambio, tuteábala con la mayor frescura delante de todo el mundo; y hasta llegaba a llamarla algunas veces Rea Silvia; yo no sabía cómo interpretar aquella manera que tenía de tratarla, entre confianzudo y burlón. Cierto que aquella desventurada no merecía mucho respeto por el desorden de su vida; pero no el ser tratada de aquel modo por un tío que no tenía nada que envidiarle.

Una noche – hacía luna llena y parecía de día-  hube de verla desde mi ventana, solita y triste, en la azoteílla, donde ahora sólo nos reuníamos ya de tarde en tarde y no con el gusto que antes, debido a la presencia de Papiano, que no dejaba hablar a nadie, haciendo él todo el gasto. Movido de la curiosidad, se me ocurrió ir allá y sorprenderla en aquel instante de abandono.

Como de costumbre, encontréme en el corredor, pegado a la puerta de mi cuarto y hecho un ovillo encima del baúl, al hermano de Papiano, de la misma conformidad que lo viera la vez de marras. ¿Era que había plantado allí sus reales, o que su hermanito le mandaba que se apostase allí para espiar mis pasos?

La pianista estaba llorando como una Magdalena en la azoteílla. A lo primero no quiso franquearse conmigo, diciéndome que tenía un jaquecazo terrible. Pero luego, como adoptando una determinación repentina, volvió la cabeza y mirándome de hito en hito, tendióme la mano y me preguntó:

– ¿Es usted mi amigo?

– Si usted quiere hacerme ese honor… – respondíle, inclinándome.

– Gracias. ¡No me venga con cumplidos, por favor! ¡Si usted supiese qué necesidad tengo en este instante de un amigo, de un verdadero amigo! ¡Usted debería comprenderlo, ya que es solo como yo! … ¡Pero usted es hombre! ¡Si usted supiese!…, ¡si usted supiese! …

Mordió el pañolito que tenía en la mano para no llorar, y como le fallase el intento, cogió el pañuelo y se puso a hacerlo trizas, con rabia. – ¡Mujer, fea y vieja! – exclamó- . ¡Tres desgracias para las que no hay remedio! ¿Por qué no me llevará Dios?

– Cálmese usted, Silvia – roguéle consternado- . ¿Por qué se pone así?

No acerté a decirle otra cosa.

– Pues porque… – saltó ella, pero se detuvo de pronto.

– Hable usted – díjele, animándola- . Si tiene necesidad de un amigo…

Se llevó a los ojos el pañolito hecho jirones, y…

– ¡De lo que yo tengo más necesidad es de que Dios me haga el favor de llevarme! – gimió con tan profundo e intenso desaliento, que a mí se me hizo un nudo en la garganta.

Jamás olvidaré la mueca dolorosa de aquella boca marchita y desairada al proferir tales palabras, ni tampoco el temblor de su barbilla, erizada de algunos pelos negros.

– ¡Pero ni Dios quiere nada conmigo! – continuó la solterona- . ¡Usted perdone, señor Meis! Pero ¿qué ayuda podría usted prestarme? Ninguna. A lo sumo, un poquito de compasión. Soy huérfana y no tengo más remedio que seguir aquí, aunque me traten como a…; quizá lo habrá usted notado. ¡Y no tienen derecho a tanto!, ¿sabe usted? Porque no vaya usted a creer que me dan ninguna limosna…

Y al llegar a este punto, contóme la pianista lo de las seis mil liras que le había timado Papiano y que ya referí más atrás.

Por más que no dejaran de interesarme las cuitas de aquella desgraciada, no era eso lo que yo quería saber de sus labios. Y aprovechándome – lo confieso-  de la excitación en que se encontraba, quizá por haberse ido de la mano en el vino, aventuréme a preguntarle:

– Usted dispense, Silvia; pero ¿por qué le dio usted ese dinero?

– ¿Que por qué? – y apretó con rabia los puños- . ¡Verá usted qué doble perfidia! Se lo di para demostrarle que había comprendido lo que quería de mí. ¿Lo entiende usted? En vida todavía de la mujer, ese mal hombre…

– Comprendido.

– ¡Figúrese usted! – continuó ella con vehemencia- . La pobre de Rita…

– ¿Su mujer?

– Sí; Rita, la hermana de Adriana… Llevaba dos años enferma, entre la vida y la muerte… Figúrese usted si yo… Pero aquí todos saben cómo me porté; lo sabe Adriana, y por eso me quiere como me quiere la pobrecilla. Pero ¿cómo me veo yo ahora? Por su culpa he tenido que vender hasta el piano, que era para mí… todo, como usted comprenderá, ¡no sólo porque me hacía falta para ganarme el pan, sino porque yo hablaba con el piano! Siendo todavía una niña, en la Academia, ya componía yo música, y después, con el título, seguí componiéndola; ahora es cuando ya le di de lado. Pero cuando aún tenía el piano seguía componiendo para mí sola, improvisando… ; así me desahogaba el alma… Me embriagaba hasta rodar al suelo, muchas veces, sin conocimiento… Ni yo misma sé lo que en esas ocasiones me brotaba de dentro; yo y el piano éramos una sola cosa, y no eran ya mis dedos los que hacían vibrar las teclas, sino mi alma entera la que lloraba y daba gritos. Baste decirle a usted que una noche – era cuando yo vivía con mi mamá en un entresuelo-  junté gente en la calle, y que al final me dio el público una ovación. ¡A mí me entró hasta miedo!

– Usted dispense, Silvia – propúsele entonces por consolarla de algún modo- . ¿No se podría alquilar un piano? A mí me gustaría tanto, tanto, oír música, y si usted…

– No – atajóme ella- . ¡Qué voy a tocar yo ya! Eso se acabó para mí. Ahora aporreo de cualquier manera las teclas, acompañando unas canciones vulgares, sin pizca de alma… Para mí se acabó ya la música…

– Pero el señor Papiano – aventuréme a preguntarle de nuevo-  ¿no le ha prometido a usted devolverle esa cantidad?

– ¿El? – exclamó con airado temblor la pianista- . ¿Quién se lo ha pedido tampoco? Aunque sí, ahora me dice que me lo devolverá, pero si yo le ayudo… ¡Ya! Quiere que le ayude yo precisamente… Y ha tenido el descaro y la frescura de decírmelo en mi cara…

– ¿Que le ayude? ¿Y en qué?

– Pues en otra perfidia. ¿No cae usted? Pero sí; ya veo que ha caído.

– ¿Adri…, Adriana? – balbuceé.

– Eso mismo. Y quiere que yo la convenza. ¡Yo! ¿Comprende usted? ¿Para que se case con él?

– ¡Naturalmente! ¿Y sabe usted por qué?

Pues porque tiene, o mejor dicho, debería tener la pobrecilla doce mil liras de dote; es decir, la dote de su difunta hermana, que Papiano está en la obligación de devolverle al señor Paleari, ya que Rita no dejó hijos. No sé qué enredo ha tramado, que ha pedido un año de plazo para hacer la restitución. Y ahora se cree el infame que yo… Pero…, ¡chitón! …. que viene Adriana.

Ensimismada y más arisca que de costumbre, llegóse a nosotros Adriana; echóle un brazo a la cintura a la pianista y a mí dedicóme un ligero saludo. Después de aquellas confidencias, sentía yo ahora una violenta indignación al verla tan dócil y cuasi esclava de la odiosa tiranía de aquel tunante. Pero a poco dejóse ver en la azotea, como una sombra, el hermanito de Papiano. – Ahí lo tienes – díjole la pianista por lo bajo a Adriana.

Esta cerró los ojos, sonrió amargamente, movió la cabeza y se fue de la azotea, diciéndome:

– Con su permiso, señor Meis. ¡Buenas noches!

– Es su sombra – díjome al oído la pianista, señalando al epiléptico.

– Pero ¿a qué le tiene miedo, Adriana? – exclamé yo, impelido de la rabia- . ¿No comprende que con su conducta le da alas al otro para que se ensoberbezca y la tiranice? Mire usted, Silvia; le confieso que tengo mucha envidia a esas criaturas que aman la vida, y hasta las admiro. Entre quien se resigna a hacer el papel de víctima y quien, aunque sea empleando la violencia, aspira a erigirse en tirano, mis simpatías están con el último.

La pianista notó la animación con que yo me había expresado, y con aire retador me dijo:

– ¿Y por qué, entonces, no prueba usted a rebelarse el primero?

– ¿Yo?

– Sí; usted, usted mismo – insistió ella, mirándome a los ojos.

– Pero ¿qué pito toco yo en todo esto? – respondí- . La única forma en que yo podría rebelarme sería yéndome de aquí con la música a otra parte.

– Sí; pero quizá sea eso precisamente lo que no quiere Adriana – concluyó maliciosamente la pianista.

– ¿No quiere que yo me vaya?

La pianista ondeó en el aire el pañolito hecho jirones, y luego se lo enroscó a un dedo, suspirando:

– ¡Quién sabe!

Yo me encogí de hombros.

– ¡Me voy a cenar! – díjele; y la dejé en la azotea.

Para empezar, aquella noche mismo, al pasar por el corredor, paréme ante el baúl donde estaba otra vez acurrucado Escipión, y le dije:

– Usted dispense, pero ¿no tiene otro sitio más cómodo donde sentarse? ¿No ve que aquí me estorba el paso?

El me miró con unos ojos lánguidos e inocentones.

– ¿No ha oído? – insistí yo, zarandeándolo por un brazo.

Pero ¡que si quieres! ¡Como si se lo hubiera dicho a la pared! Pero en aquel momento abrióse la puerta del fondo del corredor y dejóse ver Adriana.

– Señorita – le dije- , haga usted el favor de hacerle comprender a este desgraciado que podría irse a sentar a otra parte.

– Es un enfermo – repuso Adriana disculpándolo.

– Pues por eso mismo – repliqué yo- , aquí no está bien; no hay aire…. y, además, estará incómodo encima del baúl… ¿Quiere usted que se lo diga yo a su hermano?

– No, no – apresuróse a responderme ella- ; se lo diré yo.

– Comprenderá usted – añadí-  que no soy, por desgracia, ningún rey para tener centinela a la puerta.

A partir de aquella noche perdí ya el dominio de mí mismo, y empecé a combatir abiertamente la timidez de Adriana; cerré los ojos y abandonéme, sin pensarlo más, al torrente de mis sentimientos.

¡Pobre madrecita! A lo primero parecía como cogida entre dos fuegos, suspensa entre el temor y la esperanza. No se decidía a fiar en esta última, adivinando que yo obraba movido del despecho; pero, al mismo tiempo, comprendía yo que sus miedos nacían de la esperanza, hasta entonces secreta y como inconsciente, de no perderme a mí; y por eso, dando pábulo a aquella su esperanza, con mi proceder resuelto, no lograba, sin embargo, que ella depusiese por completo sus temores.

Su delicada indecisión y su honesta reserva fueron causa de que yo pudiera ahondar en el análisis de mis sentimientos y de que, por lo tanto, me empeñase más en mi tácita lucha con Papiano.

Aguardaba yo que éste me hiciese cara desde el primer día, prescindiendo de sus acostumbrados cumplidos y miramientos. Mas no fue así, sino que lo que hizo fue retirar al hermano de su centinela y hasta bromear conmigo sobre la actitud de cortedad y aturdimiento que Adriana observaba en mi presencia.

– Compadézcala usted, señor Meis; mi cuñadita es tan remilgada como una monja.

Su mansedumbre y frescura diéronme en qué pensar. ¿Adónde iría a parar el tal Papiano?

Una noche vímelo entrar en casa con un sujeto que daba golpes con el bastón en el suelo, como si, por llevar los pies calzados en zapatos de paño, que no hacían ruido alguno, quisiera convencerse, armando aquel estrépito con el bastón, de que andaba.

– ¿Adónde está mi querido pariente? – empezó a gritar con marcado acento turinés, sin quitarse de la cabeza el sombrero de alas levantadas, que llevaba calado hasta los ojos, unos ojillos entornados de borrachín, ni tampoco de la boca aquella pipa, en la cual parecía recocérsele la nariz, una nariz todavía más coloradota que la de la pianista.

– Aquí lo tiene usted – dijo Papiano, señalando hacia mí; y luego, encarándose conmigo, añadió- : Don Adriano, ¡vea qué grata sorpresa le traigo! A don Francisco Meis, de Turín, pariente suyo.

– ¿Pariente mío? – exclamé yo turulato.

El presunto pariente abrió los ojos, levantó en el aire una garra como de oso y túvola un rato en suspenso, esperando que yo se la estrechase.

Yo lo dejé en esa actitud, en tanto le contemplaba; y luego pregunté:

– ¿Se puede saber a qué viene esta comedia?

– No es comedia, señor Meis – exclamó Terencio- ; aquí, don Francisco, me ha asegurado que es pariente suyo…

– Primo – recalcó aquél sin abrir los ojos…- . Todos los Meis somos parientes.

– ¡Pero yo no tengo el gusto de conocerle a usted! – protesté.

– ¡Esa sí que es buena! – saltó el turinés- . ¡Pues por eso precisamente he venido a verle!

– ¿Meis? ¿Y de Turín? – pregunté yo, fingiendo hacer memoria- . ¡Pero si yo no soy de Turín!

– ¡Cómo! Usted dispense – terció Papiano; pero, si no recuerdo mal, usted me dijo que hasta la edad de diez años se había criado en Turín.

– ¡Claro! – exclamó el presunto pariente, llevando muy a mal que se pusiese en tela de juicio lo que para él era cosa certísima- . ¡Somos primos! Aquí este caballero… ¿Como es su gracia?

Terencio Papiano, para servir a usted.

– Bueno; pues aquí, don Terencio, díjome que tu padre se había ido a América. ¿Qué más necesitaba yo oír para comprender en seguida que eres el hijo de Antonio, el que se fue a América? Así que somos primos.

– ¡Pero si mi padre se llamaba Pablo! …

– ¡Qué había de llamarse Pablo, hombre! ¡Te digo que se llamaba Antonio!

– Y yo le repito a usted que se llamaba Pablo, Pablo, ¿lo oye usted bien? ¡A ver si va usted a saberlo mejor que yo!

El otro se encogió de hombros e hizo una mueca.

– A mí me parecía que se llamaba Antonio – dijo, acariciándose la quijada, donde le apuntaba una barbaza de cuatro días lo menos, casi enteramente cana- ; pero, en fin, no te quiero porfiar; dejémoslo en Pablo. Yo no lo recuerdo bien, porque no llegué a conocerle.

¡Pobre hombre! Tenía más motivos que yo para saber cómo se llamaba aquel tío suyo que se había ido a América; y, sin embargo, conformóse con lo que yo le decía, empeñado a todo trance en ser pariente mío. Contóme que su padre, el cual se llamaba Francisco, como él, y era hermano de Antonio…, esto es, de Pablo, mi padre, había salido de Turín de edad de siete años, y hecho vida errabundo, sin pasar nunca de empleadillo de mala muerte. Esa era la razón de que él no supiese gran cosa de sus parientes, paternos o maternos; aunque, a pesar de todo estaba muy seguro de ser mi primo.

Pero y a mi abuelo ¿no lo había conocido tampoco? Se lo pregunté, y sí lo había conocido, aunque no recordaba bien si en Pavía o en Piacenza.

– ¡Ah, sí! ¿Conque lo conoció usted? ¿Y cómo era? Pues era… ¡Nada que no se acordaba!

– ¡Como han pasado ya sus treinta años! …

No parecía que procediese de mala fe; más bien hacíame el efecto de un desventurado que hubiese echado su alma al vino para hacerse más llevadero el peso de la pobreza. Bajaba la cabeza, con los ojos cerrados, asintiendo a cuanto yo le decía por divertirme; seguro estoy que si le hubiera dicho que nos habíamos criado juntos y que no pocas veces le senté la mano, hubiera dicho también que sí. Lo único que no consentía que yo pusiera en duda era el parentesco; sobre este particular mostrábase intransigente; lo había acordado así y no admitía réplica.

Sin embargo, al mirar a Papiano y verlo que también se sonreía del pobre hombre, quitáronseme las ganas de embromarlo. Y despedílo, diciéndole:

– ¡Vaya usted con Dios, querido primo!

Y preguntéle a Papiano, mirándolo bien a los ojos, para darle a entender que yo no era hombre capaz de aguantar bromas:

– ¿Quiere usted decirme de dónde ha sacado usted ese majagranzas?

– Usted dispense, don Adriano – exclamó aquel lioso, al que, a pesar de todo, no podía negársele cierta genialidad- . Comprendo que no he estado feliz…

– ¡Pero si usted lo está siempre! – exclamé yo. – No; comprendo que no le ha hecho a usted gracia. Pero crea usted que todo ha sido obra de la casualidad. Mire usted: esta mañana tuve yo que ir al Negociado de Contribuciones, por encargo de mi jefe, el marqués. Y estando allí oigo que llaman a gritos: “¡Señor Meis! ¡Señor Meis!” Me vuelvo creyendo que sería usted, que habría ido allí a algún asunto, y que quizá pudiese yo servirle a usted de algo. Pero al volver la cabeza encontréme con ese individuo tan estrafalario; y…. por curiosidad, más que por nada, lleguéme a él y preguntéle si de veras se llamaba Meis y que de dónde era, pues yo tenía el honor y el placer de hospedar a un señor Meis en mi casa… Ese fue el motivo de todo…, pues el majagranzas, como usted dice muy bien, salió asegurándome que usted debía de ser pariente suyo y que quería venir a saludarle…

– ¿Y dice usted que fue en el Negociado de Contribuciones?

– Sí, señor; está empleado allí de agente auxiliar…

¿Debía darle crédito? Quise cerciorarme por mí mismo; y, efectivamente, era verdad. Pero no lo era menos que Papiano, escamado, mientras que yo quería cogerlo de frente para desarmar sus secretos manejos, huíame el bulto y se ponía a hurgar en mi pasado, para acometerme por la espalda. Conociéndolo a fondo, como lo conocía, sobrábanme las razones para temer que, habiéndose puesto a ventear los aires, no diese luego con ellos; y, ¡ay de mí!, como lograse atinar con el más ligero rastro, ya no lo dejaría hasta parar en el molino de La Cabaña.

Figuraos, pues, mi espanto cuando, de allí a pocos días, estando yo en mi cuarto leyendo, hirió mis oídos desde el corredor, como desde el otro mundo, una voz que aún perduraba viva en mi memoria:

– ¡Agradeció Dios, antes, que me la son levada de sobre!

¿El español de marras? ¿Aquel españolote barbudo que conociera en Montecarlo, que se empeñó en que había de jugar a medias conmigo, y con el cual acabé riñendo en Niza?… ¡Dios santo! ¡Nada, que ya había Papiano dado con la pista!

Púseme en pie de un brinco, apoyándome en la mesita para no caer, por efecto de la angustiosa sorpresa; atónito, casi aterrado, agucé el oído, con ánimo de poner pies en polvoroso no bien los dos – Papiano y el español- , porque él era, no había duda – lo había visto en su voz- , atravesasen el pasillo. ¿Huir? ¿Y si Papiano, al entrar, le había preguntado a la criada si estaba yo en casa? ¿Qué hubiera pensado de mi fuga? Pero, por otra parte, ¿y si ya sabía que no era yo Adriano Meis? Calma, hombre, calma. ¿Qué noticias podía tener acerca de mi persona el español? Que me había visto en Montecarlo. Bueno; pero ¿me había dado yo a conocer a él con el nombre de Matías Pascal?… Quién sabe… Ya no recordaba…

Encontréme de pronto ante el espejo, sin advertirlo, como si alguien me hubiese llevado de la mano. Miréme en él. ¡Aquel condenado ojo! Quizá por su culpa me conociese el español. Pero ¿cómo diablos había podido Papiano llegar a seguirme las huellas hasta la aventura de Montecarlo? Esto era lo que más me maravillaba. Y ¿qué hacer a todo esto? Nada. Esperar que- sucediese lo que estuviera escrito.

No sucedió nada. Y, sin embargo, estuve muerto de miedo todo aquel día, y ni siquiera se me pasó el susto por la noche, cuando Papiano, explicándome el misterio, para mí insoluble y terrible de aquella visita, puso de manifiesto ante mis ojos que no era que anduviese husmeando en el rastro de mi vida anterior, sino que la casualidad, de la que ya llevaba yo tiempo gozando los favores, había querido jugarme otra trastada, poniendo en mi camino a aquel condenado español, que quizá no se acordase ya, después de todo, de mi nombre y estampa.

Según lo que Papiano me contó de él, no tenía yo más remedio que tropezármelo al ir a Montecarlo, pues era jugador de profesión. Ni tampoco era extraño que ahora me lo encontrase en Roma, o más bien que al venir yo a Roma me lo encontrase en una casa donde también él tenía entrada. Seguramente, de no haber andado yo con aquella escama, no me hubiera parecido tan peregrino el lance, pues ¿cuántas veces no nos ocurre darnos de manos a boca inopinadamente con alguna persona que conocimos en otro sitio, sin que en ello intervenga otra cosa que la casualidad? Aparte esto, él tenía, o creía tener, sus razones para venir a Roma y visitar a Papiano. La culpa era mía, o mejor dicho, del azar, que me había puesto en el caso de afeitarme y mudar de nombre.

Unos veinte años atrás, la hija única del marqués de Giglio d’Auletta, cuyo secretario era Papiano, había contraído matrimonio con don Antonio Pantogada, agregado a la Embajada de España cerca de la Santa Sede. A raíz de la boda, la Policía hubo de encontrar en un garito a Pantogada en unión de otros aristócratas de Roma, por lo que el Gobierno español apresuróse a llamarlo a Madrid. Allí, lejos de enmendarse, Pantogada hizo aún cosas más gordas, teniendo, al fin y al cabo, que abandonar la carrera diplomática. A partir de aquel momento, el marqués d’Auletta no tuvo ya un minuto de reposo, viéndose obligado a mandarle continuamente dinero y dinero para que pagase sus trampas del tapete verde, que el español era lo que se llama un punto fuerte, de la clase de los incorregibles. Hacía cuatro años que había muerto la esposa de Pantogada, dejando una hijita de unos dieciséis años, de la que el marqués había querido hacerse cargo, para evitar que cayese en las manos de su despreocupado yerno. Pantogada había porfiado para quedarse él con la niña; sino que luego, apremiado de urgente necesidad de dinero, había consentido en dejársela al marqués. Ahora se dedicaba a amenazarle continuamente con quitarle la niña, y con tal propósito había venido a Roma, a fin de darle otra buena arremetida a los caudales del suegro, segurísimo como estaba de que aquél consentiría en todo antes que separarse de su nieta Pepita, a la que quería con locura.

Papiano condenaba con palabras de fuego el indigno proceder de Pantogada. Su generosa cólera era verdaderamente sincera. Y en tanto le oía, no podía yo menos de admirar el privilegiado temple de su conciencia, que, con todo, e indignarse así, con tanto calor, ante las truhanerías de los demás, permitíale a él luego cometerlas iguales o poco menos, con la mayor frescura, en detrimento del pobre de Paleari, su suegro. A todo esto, el marqués de Giglio resistía. De ahí que Pantogada hubiese prolongado su estancia en Roma y venido a ver a su casa a Terencio Papiano, con el cual debía de hacer muy buenas migas. De suerte que el día menos pensado había de darme yo de manos a boca con el español. ¿Qué hacer?

No pudiendo aconsejarme con nadie, aconsejéme con el espejo. Y la imagen del difunto Matías Pascal, saliendo del fondo del espejo como si surgiese del fondo de la presa del molino, con aquel ojo que era lo único que de él me quedaba, hablóme así:

– ¿En qué escollo tan peligroso has venido a dar, Adriano Meis? Confiesa que le tienes miedo a Papiano. ¿O querrías echarme la culpa a mí, sólo por haber reñido en Niza con el español? De sobra sabes que tenía razón para acabar por malas con él. Pero ¿te crees de verdad que todo puede arreglarse de momento con sólo que te borres del rostro hasta el último vestigio de mi persona? Pues entonces sigue el consejo de la señorita Caporale y vete a ver al doctor Ambrosini para que te ponga el ojo en su lugar. Luego…, ya verás más despacio lo que te conviene hacer.

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