In Italiano – Il fu Mattia Pascal
In English – The late Mattia Pascal
El difunto Matias Pascal
Capitulo 12
El ojo y Papiano
– ¡La tragedia de Orestes en un teatrillo de fantoches! – vino a anunciarme el señor Paleari – . Fantoches automáticos, de nueva invenciĂłn. Esta noche, a las ocho y media, en la calle del Prefetti, nĂşmero cincuenta y cuatro. SerĂa cosa de ir allá. ÂżNo le parece, señor Meis?
– ÂżLa tragedia de Orestes?
– ¡La misma! Doña Apres Sophocle, dice el prospecto. Supongo que será la Electra. Y oiga usted la idea tan peregrina que se me ha ocurrido. Si en el momento culminante, es decir, cuando el fantoche que representa a Orestes está a punto de vengar en Egisto y en su madre la muerte del padre, se abriese una brecha en el cielo de papel del teatrillo, ÂżquĂ© pasarĂa? Diga usted.
– No atino – respondĂle, encogiĂ©ndome de hombros.
– Pues es muy fácil, señor Meis. PasarĂa que Orestes se quedarĂa terriblemente desconcertado a la vista de aquel desgarrĂłn del cielo.
– ÂżY por quĂ©?
– DĂ©jeme hablar. Orestes seguirĂa animado de sus impulsos de venganza, y con delirante afán querrĂa ponerlos por obra; pero, a pesar suyo, se le irĂan los ojos tras de aquel agujero, por el cual bajarĂan ahora a la escena toda suerte de malos influjos, y al pobre concluirĂan por caĂ©rsele los brazos. Es decir, que Orestes se convertirĂa en un Hamlet. Toda la diferencia entre la tragedia antigua y la moderna consiste en eso; no le dĂ© usted vueltas, señor Meis: en una brecha abierta en un cielo de papel.
Y despuĂ©s de endilgarme ese razonamiento, fuese, arrastrando sus chanclas. Desde las brumosas cumbres de su abstracciĂłn, dejaba caer asĂ de cuando en cuando el señor Paleari, en forma de aludes, sus peregrinos pensamientos. La razĂłn, el nexo y oportunidad de los mismos quedábanse allá arriba, en las nubes, y esa era la causa de que sus oyentes se quedasen con frecuencia en ayunas de lo que querĂa decir.
La imagen del fantoche de Orestes, desconcertado a vista de aquel desgarrón del cielo, quedóseme, sin embargo, grabada para largo rato en la memoria. Hubo un momento en que suspiré: «¡Dichosos los fantoches, sobre cuyas cabezas de palo se conserva el cielo tan lisito! ¡Ni perplejidades angustiosas, ni timideces, ni estorbos, sombras o piedad! ¡Nada! Y pueden aguardar tranquilamente a cobrarle afición a su comedia, y a quererse y estimarse a sà propios, sin jamás sufrir vértigos ni mareos, ya que ese cielo es un techo proporcionado a su estatura y sus acciones.”
«Y el arquetipo de estos fantoches, mi querido don Anselmo – seguĂ pensando- , en su misma casa lo tiene usted, en la persona de su indigno yerno Papiano. ÂżQuiĂ©n más pagado que Ă©l de ese cielo de papel, tan bajito, que tiene encima, cĂłmoda y plácida mansiĂłn de ese Dios proverbial, de manga ancha, pronto siempre a hacer la vista gorda y echar la absoluciĂłn; de ese Dios que repite soñoliento a cada bellaquerĂa: «AyĂşdate, que Yo te ayudo»? Y no cabe negar que sĂ que le ayuda en todas formas a su Papianito. La vida le resulta a Ă©ste un juego de habilidad. ¡Y cĂłmo disfruta metiĂ©ndose en camisa de once varas! ¡Y quĂ© alegre, y bullidor, y dicharachero es el tal Papiano de mis culpas!” Frisaba Papiano en los cuarenta, y era alto de estatura y doblado de miembros; un poco calvo; con unos bigotazos entrecanos, que le arrancaban de la misma nariz, de temblonas aletas; y tenĂa los ojos grises, agudos y vivarachos, como las manos. Lo veĂa todo, y todo lo tocaba. Mientras estaba, por ejemplo, hablando conmigo, notaba, no sĂ© por quĂ© artilugio, que Adriana andaba detrás de Ă©l, ocupada en limpiar y volver a su sitio algĂşn objeto de la habitaciĂłn, y en seguida exclamaba: “¡Usted perdone!”
Y derecho como una flecha, Ăbase a Adriana y le quitaba de las manos lo que fuera: – No, hija. Esto se hace asĂ.
Y lo limpiaba Ă©l, y volvĂa a colocarlo en su sitio; y luego venĂa y seguĂa hablándome como si tal cosa.
Otras veces advertĂa que su hermano, que padecĂa de convulsiones epilĂ©pticas, estaba con el aura, y en seguida corrĂa a auxiliarlo, y la emprendĂa con Ă©l, dándole sopapos en los carrillos y papirotazos en la punta de la nariz:
– ¡EscipiĂłn! ¡EscipiĂłn!
O se ponĂa a soplarle en la cara, hasta que el otro volvĂa en sĂ.
¡Quién sabe cuánto me hubiera divertido en aquella casa, de no haberse atravesado por medio aquel maldito secreto de mi personalidad!
El condenado de Papiano hubo de olĂ©rselo desde el primer dĂa; y desde aquel punto y hora empezĂł a tratarme con muchos miramientos y empleando unas atenciones que iban todas encaminadas a tirarme de la lengua. Yo di en la flor de figurarme que cada palabra suya, hasta la más inocente, era un pretexto para hacerme hablar, un lazo que me tendĂa. No querĂa, sin embargo, dejar traslucir la menor desconfianza, por no dar pábulo a sus sospechas; pero, a pesar de todo, no podĂa disimular por completo la contrariedad que me causaba aquella manera que Ă©l tenĂa de tratarme, cual oficioso espĂa.
Esa contrariedad procedĂa tambiĂ©n de otras dos causas internas y secretas. Era una el que yo, con todo y no haber cometido nunca una mala acciĂłn ni hĂ©chole a nadie el menor daño, tenĂa que andar siempre con escama y recelo, como si no tuviera la conciencia tranquila. La otra no querĂa confesármela ni a mĂ mismo, y por eso, precisamente, me irritaba más y sacaba de quicio a la sordina.
– ¡Vamos, hombre! ¡No seas, idiota! Despeja el campo y quĂtate de encima a ese moscĂłn.
Pero no despejaba el campo; no me iba, porque no podĂa irme.
Aquella lucha que sostenĂa conmigo mismo por no darme por enterado de lo que por Adriana sentĂa, impedĂame recapacitar sobre las consecuencias de mi anormalĂsima posiciĂłn frente a tal sentimiento. Y me estaba las horas muertas en perplejo, comido de tedio y de asco de mĂ mismo, mejor dicho, en un continuo orgasmo, por más que procurase disimularlo y hasta mostrarme alegre.
Aun no habĂa logrado sacar nada en claro de lo que descubriera aquella noche escondido tras la persiana. ParecĂame que la mala impresiĂłn que de mi persona recibiera Papiano por los informes de la pianista se hubiera desvanecido al conocerme. Cierto que no me dejaba en paz, molestándome cuanto podĂa; pero hacĂalo como si no tuviese más remedio, y no con la secreta intenciĂłn de botarme de la casa, sino todo lo contrario. ÂżQuĂ© andarĂa urdiendo? Desde su regreso, habĂa vuelto Adriana a las melancolĂas y esquiveces de marras. La pianista hablábale de usted a Papiano delante de la gente, pero Ă©l, en cambio, tuteábala con la mayor frescura delante de todo el mundo; y hasta llegaba a llamarla algunas veces Rea Silvia; yo no sabĂa cĂłmo interpretar aquella manera que tenĂa de tratarla, entre confianzudo y burlĂłn. Cierto que aquella desventurada no merecĂa mucho respeto por el desorden de su vida; pero no el ser tratada de aquel modo por un tĂo que no tenĂa nada que envidiarle.
Una noche – hacĂa luna llena y parecĂa de dĂa- hube de verla desde mi ventana, solita y triste, en la azoteĂlla, donde ahora sĂłlo nos reunĂamos ya de tarde en tarde y no con el gusto que antes, debido a la presencia de Papiano, que no dejaba hablar a nadie, haciendo Ă©l todo el gasto. Movido de la curiosidad, se me ocurriĂł ir allá y sorprenderla en aquel instante de abandono.
Como de costumbre, encontrĂ©me en el corredor, pegado a la puerta de mi cuarto y hecho un ovillo encima del baĂşl, al hermano de Papiano, de la misma conformidad que lo viera la vez de marras. ÂżEra que habĂa plantado allĂ sus reales, o que su hermanito le mandaba que se apostase allĂ para espiar mis pasos?
La pianista estaba llorando como una Magdalena en la azoteĂlla. A lo primero no quiso franquearse conmigo, diciĂ©ndome que tenĂa un jaquecazo terrible. Pero luego, como adoptando una determinaciĂłn repentina, volviĂł la cabeza y mirándome de hito en hito, tendiĂłme la mano y me preguntĂł:
– ÂżEs usted mi amigo?
– Si usted quiere hacerme ese honor… – respondĂle, inclinándome.
– Gracias. ¡No me venga con cumplidos, por favor! ¡Si usted supiese quĂ© necesidad tengo en este instante de un amigo, de un verdadero amigo! ¡Usted deberĂa comprenderlo, ya que es solo como yo! … ¡Pero usted es hombre! ¡Si usted supiese!…, ¡si usted supiese! …
MordiĂł el pañolito que tenĂa en la mano para no llorar, y como le fallase el intento, cogiĂł el pañuelo y se puso a hacerlo trizas, con rabia. – ¡Mujer, fea y vieja! – exclamĂł- . ¡Tres desgracias para las que no hay remedio! ÂżPor quĂ© no me llevará Dios?
– Cálmese usted, Silvia – roguĂ©le consternado- . ÂżPor quĂ© se pone asĂ?
No acerté a decirle otra cosa.
– Pues porque… – saltĂł ella, pero se detuvo de pronto.
– Hable usted – dĂjele, animándola- . Si tiene necesidad de un amigo…
Se llevĂł a los ojos el pañolito hecho jirones, y…
– ¡De lo que yo tengo más necesidad es de que Dios me haga el favor de llevarme! – gimiĂł con tan profundo e intenso desaliento, que a mĂ se me hizo un nudo en la garganta.
Jamás olvidaré la mueca dolorosa de aquella boca marchita y desairada al proferir tales palabras, ni tampoco el temblor de su barbilla, erizada de algunos pelos negros.
– ¡Pero ni Dios quiere nada conmigo! – continuĂł la solterona- . ¡Usted perdone, señor Meis! Pero ÂżquĂ© ayuda podrĂa usted prestarme? Ninguna. A lo sumo, un poquito de compasiĂłn. Soy huĂ©rfana y no tengo más remedio que seguir aquĂ, aunque me traten como a…; quizá lo habrá usted notado. ¡Y no tienen derecho a tanto!, Âżsabe usted? Porque no vaya usted a creer que me dan ninguna limosna…
Y al llegar a este punto, contĂłme la pianista lo de las seis mil liras que le habĂa timado Papiano y que ya referĂ más atrás.
Por más que no dejaran de interesarme las cuitas de aquella desgraciada, no era eso lo que yo querĂa saber de sus labios. Y aprovechándome – lo confieso- de la excitaciĂłn en que se encontraba, quizá por haberse ido de la mano en el vino, aventurĂ©me a preguntarle:
– Usted dispense, Silvia; pero Âżpor quĂ© le dio usted ese dinero?
– ÂżQue por quĂ©? – y apretĂł con rabia los puños- . ¡Verá usted quĂ© doble perfidia! Se lo di para demostrarle que habĂa comprendido lo que querĂa de mĂ. ÂżLo entiende usted? En vida todavĂa de la mujer, ese mal hombre…
– Comprendido.
– ¡FigĂşrese usted! – continuĂł ella con vehemencia- . La pobre de Rita…
– ÂżSu mujer?
– SĂ; Rita, la hermana de Adriana… Llevaba dos años enferma, entre la vida y la muerte… FigĂşrese usted si yo… Pero aquĂ todos saben cĂłmo me portĂ©; lo sabe Adriana, y por eso me quiere como me quiere la pobrecilla. Pero ÂżcĂłmo me veo yo ahora? Por su culpa he tenido que vender hasta el piano, que era para mĂ… todo, como usted comprenderá, ¡no sĂłlo porque me hacĂa falta para ganarme el pan, sino porque yo hablaba con el piano! Siendo todavĂa una niña, en la Academia, ya componĂa yo mĂşsica, y despuĂ©s, con el tĂtulo, seguĂ componiĂ©ndola; ahora es cuando ya le di de lado. Pero cuando aĂşn tenĂa el piano seguĂa componiendo para mĂ sola, improvisando… ; asĂ me desahogaba el alma… Me embriagaba hasta rodar al suelo, muchas veces, sin conocimiento… Ni yo misma sĂ© lo que en esas ocasiones me brotaba de dentro; yo y el piano Ă©ramos una sola cosa, y no eran ya mis dedos los que hacĂan vibrar las teclas, sino mi alma entera la que lloraba y daba gritos. Baste decirle a usted que una noche – era cuando yo vivĂa con mi mamá en un entresuelo- juntĂ© gente en la calle, y que al final me dio el pĂşblico una ovaciĂłn. ¡A mĂ me entrĂł hasta miedo!
– Usted dispense, Silvia – propĂşsele entonces por consolarla de algĂşn modo- . ÂżNo se podrĂa alquilar un piano? A mĂ me gustarĂa tanto, tanto, oĂr mĂşsica, y si usted…
– No – atajĂłme ella- . ¡QuĂ© voy a tocar yo ya! Eso se acabĂł para mĂ. Ahora aporreo de cualquier manera las teclas, acompañando unas canciones vulgares, sin pizca de alma… Para mĂ se acabĂł ya la mĂşsica…
– Pero el señor Papiano – aventurĂ©me a preguntarle de nuevo- ¿no le ha prometido a usted devolverle esa cantidad?
– ÂżEl? – exclamĂł con airado temblor la pianista- . ÂżQuiĂ©n se lo ha pedido tampoco? Aunque sĂ, ahora me dice que me lo devolverá, pero si yo le ayudo… ¡Ya! Quiere que le ayude yo precisamente… Y ha tenido el descaro y la frescura de decĂrmelo en mi cara…
– ÂżQue le ayude? ÂżY en quĂ©?
– Pues en otra perfidia. ÂżNo cae usted? Pero sĂ; ya veo que ha caĂdo.
– ÂżAdri…, Adriana? – balbuceĂ©.
– Eso mismo. Y quiere que yo la convenza. ¡Yo! ÂżComprende usted? ÂżPara que se case con Ă©l?
– ¡Naturalmente! ÂżY sabe usted por quĂ©?
Pues porque tiene, o mejor dicho, deberĂa tener la pobrecilla doce mil liras de dote; es decir, la dote de su difunta hermana, que Papiano está en la obligaciĂłn de devolverle al señor Paleari, ya que Rita no dejĂł hijos. No sĂ© quĂ© enredo ha tramado, que ha pedido un año de plazo para hacer la restituciĂłn. Y ahora se cree el infame que yo… Pero…, ¡chitĂłn! …. que viene Adriana.
Ensimismada y más arisca que de costumbre, llegĂłse a nosotros Adriana; echĂłle un brazo a la cintura a la pianista y a mĂ dedicĂłme un ligero saludo. DespuĂ©s de aquellas confidencias, sentĂa yo ahora una violenta indignaciĂłn al verla tan dĂłcil y cuasi esclava de la odiosa tiranĂa de aquel tunante. Pero a poco dejĂłse ver en la azotea, como una sombra, el hermanito de Papiano. – AhĂ lo tienes – dĂjole la pianista por lo bajo a Adriana.
Esta cerró los ojos, sonrió amargamente, movió la cabeza y se fue de la azotea, diciéndome:
– Con su permiso, señor Meis. ¡Buenas noches!
– Es su sombra – dĂjome al oĂdo la pianista, señalando al epilĂ©ptico.
– Pero Âża quĂ© le tiene miedo, Adriana? – exclamĂ© yo, impelido de la rabia- . ÂżNo comprende que con su conducta le da alas al otro para que se ensoberbezca y la tiranice? Mire usted, Silvia; le confieso que tengo mucha envidia a esas criaturas que aman la vida, y hasta las admiro. Entre quien se resigna a hacer el papel de vĂctima y quien, aunque sea empleando la violencia, aspira a erigirse en tirano, mis simpatĂas están con el Ăşltimo.
La pianista notĂł la animaciĂłn con que yo me habĂa expresado, y con aire retador me dijo:
– ÂżY por quĂ©, entonces, no prueba usted a rebelarse el primero?
– ÂżYo?
– SĂ; usted, usted mismo – insistiĂł ella, mirándome a los ojos.
– Pero ÂżquĂ© pito toco yo en todo esto? – respondĂ- . La Ăşnica forma en que yo podrĂa rebelarme serĂa yĂ©ndome de aquĂ con la mĂşsica a otra parte.
– SĂ; pero quizá sea eso precisamente lo que no quiere Adriana – concluyĂł maliciosamente la pianista.
– ÂżNo quiere que yo me vaya?
La pianista ondeó en el aire el pañolito hecho jirones, y luego se lo enroscó a un dedo, suspirando:
– ¡QuiĂ©n sabe!
Yo me encogĂ de hombros.
– ¡Me voy a cenar! – dĂjele; y la dejĂ© en la azotea.
Para empezar, aquella noche mismo, al pasar por el corredor, paréme ante el baúl donde estaba otra vez acurrucado Escipión, y le dije:
– Usted dispense, pero Âżno tiene otro sitio más cĂłmodo donde sentarse? ÂżNo ve que aquĂ me estorba el paso?
El me miró con unos ojos lánguidos e inocentones.
– ÂżNo ha oĂdo? – insistĂ yo, zarandeándolo por un brazo.
Pero ¡que si quieres! ¡Como si se lo hubiera dicho a la pared! Pero en aquel momento abrióse la puerta del fondo del corredor y dejóse ver Adriana.
– Señorita – le dije- , haga usted el favor de hacerle comprender a este desgraciado que podrĂa irse a sentar a otra parte.
– Es un enfermo – repuso Adriana disculpándolo.
– Pues por eso mismo – repliquĂ© yo- , aquĂ no está bien; no hay aire…. y, además, estará incĂłmodo encima del baĂşl… ÂżQuiere usted que se lo diga yo a su hermano?
– No, no – apresurĂłse a responderme ella- ; se lo dirĂ© yo.
– Comprenderá usted – añadĂ- que no soy, por desgracia, ningĂşn rey para tener centinela a la puerta.
A partir de aquella noche perdà ya el dominio de mà mismo, y empecé a combatir abiertamente la timidez de Adriana; cerré los ojos y abandonéme, sin pensarlo más, al torrente de mis sentimientos.
¡Pobre madrecita! A lo primero parecĂa como cogida entre dos fuegos, suspensa entre el temor y la esperanza. No se decidĂa a fiar en esta Ăşltima, adivinando que yo obraba movido del despecho; pero, al mismo tiempo, comprendĂa yo que sus miedos nacĂan de la esperanza, hasta entonces secreta y como inconsciente, de no perderme a mĂ; y por eso, dando pábulo a aquella su esperanza, con mi proceder resuelto, no lograba, sin embargo, que ella depusiese por completo sus temores.
Su delicada indecisión y su honesta reserva fueron causa de que yo pudiera ahondar en el análisis de mis sentimientos y de que, por lo tanto, me empeñase más en mi tácita lucha con Papiano.
Aguardaba yo que Ă©ste me hiciese cara desde el primer dĂa, prescindiendo de sus acostumbrados cumplidos y miramientos. Mas no fue asĂ, sino que lo que hizo fue retirar al hermano de su centinela y hasta bromear conmigo sobre la actitud de cortedad y aturdimiento que Adriana observaba en mi presencia.
– CompadĂ©zcala usted, señor Meis; mi cuñadita es tan remilgada como una monja.
Su mansedumbre y frescura diĂ©ronme en quĂ© pensar. ÂżAdĂłnde irĂa a parar el tal Papiano?
Una noche vĂmelo entrar en casa con un sujeto que daba golpes con el bastĂłn en el suelo, como si, por llevar los pies calzados en zapatos de paño, que no hacĂan ruido alguno, quisiera convencerse, armando aquel estrĂ©pito con el bastĂłn, de que andaba.
– ÂżAdĂłnde está mi querido pariente? – empezĂł a gritar con marcado acento turinĂ©s, sin quitarse de la cabeza el sombrero de alas levantadas, que llevaba calado hasta los ojos, unos ojillos entornados de borrachĂn, ni tampoco de la boca aquella pipa, en la cual parecĂa recocĂ©rsele la nariz, una nariz todavĂa más coloradota que la de la pianista.
– AquĂ lo tiene usted – dijo Papiano, señalando hacia mĂ; y luego, encarándose conmigo, añadiĂł- : Don Adriano, ¡vea quĂ© grata sorpresa le traigo! A don Francisco Meis, de TurĂn, pariente suyo.
– ÂżPariente mĂo? – exclamĂ© yo turulato.
El presunto pariente abriĂł los ojos, levantĂł en el aire una garra como de oso y tĂşvola un rato en suspenso, esperando que yo se la estrechase.
Yo lo dejé en esa actitud, en tanto le contemplaba; y luego pregunté:
– ÂżSe puede saber a quĂ© viene esta comedia?
– No es comedia, señor Meis – exclamĂł Terencio- ; aquĂ, don Francisco, me ha asegurado que es pariente suyo…
– Primo – recalcĂł aquĂ©l sin abrir los ojos…- . Todos los Meis somos parientes.
– ¡Pero yo no tengo el gusto de conocerle a usted! – protestĂ©.
– ¡Esa sĂ que es buena! – saltĂł el turinĂ©s- . ¡Pues por eso precisamente he venido a verle!
– ÂżMeis? ÂżY de TurĂn? – preguntĂ© yo, fingiendo hacer memoria- . ¡Pero si yo no soy de TurĂn!
– ¡CĂłmo! Usted dispense – terciĂł Papiano; pero, si no recuerdo mal, usted me dijo que hasta la edad de diez años se habĂa criado en TurĂn.
– ¡Claro! – exclamĂł el presunto pariente, llevando muy a mal que se pusiese en tela de juicio lo que para Ă©l era cosa certĂsima- . ¡Somos primos! AquĂ este caballero… ÂżComo es su gracia?
Terencio Papiano, para servir a usted.
– Bueno; pues aquĂ, don Terencio, dĂjome que tu padre se habĂa ido a AmĂ©rica. ÂżQuĂ© más necesitaba yo oĂr para comprender en seguida que eres el hijo de Antonio, el que se fue a AmĂ©rica? AsĂ que somos primos.
– ¡Pero si mi padre se llamaba Pablo! …
– ¡QuĂ© habĂa de llamarse Pablo, hombre! ¡Te digo que se llamaba Antonio!
– Y yo le repito a usted que se llamaba Pablo, Pablo, Âżlo oye usted bien? ¡A ver si va usted a saberlo mejor que yo!
El otro se encogiĂł de hombros e hizo una mueca.
– A mĂ me parecĂa que se llamaba Antonio – dijo, acariciándose la quijada, donde le apuntaba una barbaza de cuatro dĂas lo menos, casi enteramente cana- ; pero, en fin, no te quiero porfiar; dejĂ©moslo en Pablo. Yo no lo recuerdo bien, porque no lleguĂ© a conocerle.
¡Pobre hombre! TenĂa más motivos que yo para saber cĂłmo se llamaba aquel tĂo suyo que se habĂa ido a AmĂ©rica; y, sin embargo, conformĂłse con lo que yo le decĂa, empeñado a todo trance en ser pariente mĂo. ContĂłme que su padre, el cual se llamaba Francisco, como Ă©l, y era hermano de Antonio…, esto es, de Pablo, mi padre, habĂa salido de TurĂn de edad de siete años, y hecho vida errabundo, sin pasar nunca de empleadillo de mala muerte. Esa era la razĂłn de que Ă©l no supiese gran cosa de sus parientes, paternos o maternos; aunque, a pesar de todo estaba muy seguro de ser mi primo.
Pero y a mi abuelo Âżno lo habĂa conocido tampoco? Se lo preguntĂ©, y sĂ lo habĂa conocido, aunque no recordaba bien si en PavĂa o en Piacenza.
– ¡Ah, sĂ! ÂżConque lo conociĂł usted? ÂżY cĂłmo era? Pues era… ¡Nada que no se acordaba!
– ¡Como han pasado ya sus treinta años! …
No parecĂa que procediese de mala fe; más bien hacĂame el efecto de un desventurado que hubiese echado su alma al vino para hacerse más llevadero el peso de la pobreza. Bajaba la cabeza, con los ojos cerrados, asintiendo a cuanto yo le decĂa por divertirme; seguro estoy que si le hubiera dicho que nos habĂamos criado juntos y que no pocas veces le sentĂ© la mano, hubiera dicho tambiĂ©n que sĂ. Lo Ăşnico que no consentĂa que yo pusiera en duda era el parentesco; sobre este particular mostrábase intransigente; lo habĂa acordado asĂ y no admitĂa rĂ©plica.
Sin embargo, al mirar a Papiano y verlo que tambiĂ©n se sonreĂa del pobre hombre, quitáronseme las ganas de embromarlo. Y despedĂlo, diciĂ©ndole:
– ¡Vaya usted con Dios, querido primo!
Y preguntéle a Papiano, mirándolo bien a los ojos, para darle a entender que yo no era hombre capaz de aguantar bromas:
– ÂżQuiere usted decirme de dĂłnde ha sacado usted ese majagranzas?
– Usted dispense, don Adriano – exclamĂł aquel lioso, al que, a pesar de todo, no podĂa negársele cierta genialidad- . Comprendo que no he estado feliz…
– ¡Pero si usted lo está siempre! – exclamĂ© yo. – No; comprendo que no le ha hecho a usted gracia. Pero crea usted que todo ha sido obra de la casualidad. Mire usted: esta mañana tuve yo que ir al Negociado de Contribuciones, por encargo de mi jefe, el marquĂ©s. Y estando allĂ oigo que llaman a gritos: “¡Señor Meis! ¡Señor Meis!” Me vuelvo creyendo que serĂa usted, que habrĂa ido allĂ a algĂşn asunto, y que quizá pudiese yo servirle a usted de algo. Pero al volver la cabeza encontrĂ©me con ese individuo tan estrafalario; y…. por curiosidad, más que por nada, lleguĂ©me a Ă©l y preguntĂ©le si de veras se llamaba Meis y que de dĂłnde era, pues yo tenĂa el honor y el placer de hospedar a un señor Meis en mi casa… Ese fue el motivo de todo…, pues el majagranzas, como usted dice muy bien, saliĂł asegurándome que usted debĂa de ser pariente suyo y que querĂa venir a saludarle…
– ÂżY dice usted que fue en el Negociado de Contribuciones?
– SĂ, señor; está empleado allĂ de agente auxiliar…
ÂżDebĂa darle crĂ©dito? Quise cerciorarme por mĂ mismo; y, efectivamente, era verdad. Pero no lo era menos que Papiano, escamado, mientras que yo querĂa cogerlo de frente para desarmar sus secretos manejos, huĂame el bulto y se ponĂa a hurgar en mi pasado, para acometerme por la espalda. ConociĂ©ndolo a fondo, como lo conocĂa, sobrábanme las razones para temer que, habiĂ©ndose puesto a ventear los aires, no diese luego con ellos; y, ¡ay de mĂ!, como lograse atinar con el más ligero rastro, ya no lo dejarĂa hasta parar en el molino de La Cabaña.
Figuraos, pues, mi espanto cuando, de allĂ a pocos dĂas, estando yo en mi cuarto leyendo, hiriĂł mis oĂdos desde el corredor, como desde el otro mundo, una voz que aĂşn perduraba viva en mi memoria:
– ¡AgradeciĂł Dios, antes, que me la son levada de sobre!
ÂżEl español de marras? ÂżAquel españolote barbudo que conociera en Montecarlo, que se empeñó en que habĂa de jugar a medias conmigo, y con el cual acabĂ© riñendo en Niza?… ¡Dios santo! ¡Nada, que ya habĂa Papiano dado con la pista!
PĂşseme en pie de un brinco, apoyándome en la mesita para no caer, por efecto de la angustiosa sorpresa; atĂłnito, casi aterrado, agucĂ© el oĂdo, con ánimo de poner pies en polvoroso no bien los dos – Papiano y el español- , porque Ă©l era, no habĂa duda – lo habĂa visto en su voz- , atravesasen el pasillo. ÂżHuir? ÂżY si Papiano, al entrar, le habĂa preguntado a la criada si estaba yo en casa? ÂżQuĂ© hubiera pensado de mi fuga? Pero, por otra parte, Âży si ya sabĂa que no era yo Adriano Meis? Calma, hombre, calma. ÂżQuĂ© noticias podĂa tener acerca de mi persona el español? Que me habĂa visto en Montecarlo. Bueno; pero Âżme habĂa dado yo a conocer a Ă©l con el nombre de MatĂas Pascal?… QuiĂ©n sabe… Ya no recordaba…
EncontrĂ©me de pronto ante el espejo, sin advertirlo, como si alguien me hubiese llevado de la mano. MirĂ©me en Ă©l. ¡Aquel condenado ojo! Quizá por su culpa me conociese el español. Pero ÂżcĂłmo diablos habĂa podido Papiano llegar a seguirme las huellas hasta la aventura de Montecarlo? Esto era lo que más me maravillaba. Y ÂżquĂ© hacer a todo esto? Nada. Esperar que- sucediese lo que estuviera escrito.
No sucediĂł nada. Y, sin embargo, estuve muerto de miedo todo aquel dĂa, y ni siquiera se me pasĂł el susto por la noche, cuando Papiano, explicándome el misterio, para mĂ insoluble y terrible de aquella visita, puso de manifiesto ante mis ojos que no era que anduviese husmeando en el rastro de mi vida anterior, sino que la casualidad, de la que ya llevaba yo tiempo gozando los favores, habĂa querido jugarme otra trastada, poniendo en mi camino a aquel condenado español, que quizá no se acordase ya, despuĂ©s de todo, de mi nombre y estampa.
SegĂşn lo que Papiano me contĂł de Ă©l, no tenĂa yo más remedio que tropezármelo al ir a Montecarlo, pues era jugador de profesiĂłn. Ni tampoco era extraño que ahora me lo encontrase en Roma, o más bien que al venir yo a Roma me lo encontrase en una casa donde tambiĂ©n Ă©l tenĂa entrada. Seguramente, de no haber andado yo con aquella escama, no me hubiera parecido tan peregrino el lance, pues Âżcuántas veces no nos ocurre darnos de manos a boca inopinadamente con alguna persona que conocimos en otro sitio, sin que en ello intervenga otra cosa que la casualidad? Aparte esto, Ă©l tenĂa, o creĂa tener, sus razones para venir a Roma y visitar a Papiano. La culpa era mĂa, o mejor dicho, del azar, que me habĂa puesto en el caso de afeitarme y mudar de nombre.
Unos veinte años atrás, la hija Ăşnica del marquĂ©s de Giglio d’Auletta, cuyo secretario era Papiano, habĂa contraĂdo matrimonio con don Antonio Pantogada, agregado a la Embajada de España cerca de la Santa Sede. A raĂz de la boda, la PolicĂa hubo de encontrar en un garito a Pantogada en uniĂłn de otros aristĂłcratas de Roma, por lo que el Gobierno español apresurĂłse a llamarlo a Madrid. AllĂ, lejos de enmendarse, Pantogada hizo aĂşn cosas más gordas, teniendo, al fin y al cabo, que abandonar la carrera diplomática. A partir de aquel momento, el marquĂ©s d’Auletta no tuvo ya un minuto de reposo, viĂ©ndose obligado a mandarle continuamente dinero y dinero para que pagase sus trampas del tapete verde, que el español era lo que se llama un punto fuerte, de la clase de los incorregibles. HacĂa cuatro años que habĂa muerto la esposa de Pantogada, dejando una hijita de unos diecisĂ©is años, de la que el marquĂ©s habĂa querido hacerse cargo, para evitar que cayese en las manos de su despreocupado yerno. Pantogada habĂa porfiado para quedarse Ă©l con la niña; sino que luego, apremiado de urgente necesidad de dinero, habĂa consentido en dejársela al marquĂ©s. Ahora se dedicaba a amenazarle continuamente con quitarle la niña, y con tal propĂłsito habĂa venido a Roma, a fin de darle otra buena arremetida a los caudales del suegro, segurĂsimo como estaba de que aquĂ©l consentirĂa en todo antes que separarse de su nieta Pepita, a la que querĂa con locura.
Papiano condenaba con palabras de fuego el indigno proceder de Pantogada. Su generosa cĂłlera era verdaderamente sincera. Y en tanto le oĂa, no podĂa yo menos de admirar el privilegiado temple de su conciencia, que, con todo, e indignarse asĂ, con tanto calor, ante las truhanerĂas de los demás, permitĂale a Ă©l luego cometerlas iguales o poco menos, con la mayor frescura, en detrimento del pobre de Paleari, su suegro. A todo esto, el marquĂ©s de Giglio resistĂa. De ahĂ que Pantogada hubiese prolongado su estancia en Roma y venido a ver a su casa a Terencio Papiano, con el cual debĂa de hacer muy buenas migas. De suerte que el dĂa menos pensado habĂa de darme yo de manos a boca con el español. ÂżQuĂ© hacer?
No pudiendo aconsejarme con nadie, aconsejĂ©me con el espejo. Y la imagen del difunto MatĂas Pascal, saliendo del fondo del espejo como si surgiese del fondo de la presa del molino, con aquel ojo que era lo Ăşnico que de Ă©l me quedaba, hablĂłme asĂ:
– ÂżEn quĂ© escollo tan peligroso has venido a dar, Adriano Meis? Confiesa que le tienes miedo a Papiano. ÂżO querrĂas echarme la culpa a mĂ, sĂłlo por haber reñido en Niza con el español? De sobra sabes que tenĂa razĂłn para acabar por malas con Ă©l. Pero Âżte crees de verdad que todo puede arreglarse de momento con sĂłlo que te borres del rostro hasta el Ăşltimo vestigio de mi persona? Pues entonces sigue el consejo de la señorita Caporale y vete a ver al doctor Ambrosini para que te ponga el ojo en su lugar. Luego…, ya verás más despacio lo que te conviene hacer.
In Italiano – Il fu Mattia Pascal
In English – The late Mattia Pascal
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